domingo, 24 de enero de 2010

Apple story


En una verde pradera, en lo más alto de un frondoso manzano, vivía una manzana. Una no muy grande, pero hermosa a la vista y perfecta en su hechura.

Desde donde vivía, se podía ver todo el cielo sobre la tierra, pero poca tierra bajo el cielo. Si miraba para abajo, aquella manzana sólo podía ver decenas de manzanas pendiendo en las ramas del mismo árbol, y tan solo una porción de suelo, cubierto de algunos frutos que, por el viento o por la dejadez de alguien, yacían allí.


Desde que podía recordar, aquella manzana había visto caer a otras como ella, y también había visto gente. Gente que pasaba de largo, o gente que se agachaba a coger alguna fruta del suelo. También gente que alzaba la mano y cogía alguno de los frutos de las ramas más bajas. Y había sentido el cimbreo de su hogar cuando alguna de esas personas trataba de coger alguna de las manzanas más altas. A veces, una mano aparecía por entre las hojas y cogía una de las frutas cercanas a ella misma. Otras, después del movimiento de las ramas, había podido escuchar un estruendo como de un gran fardo cayendo contra el suelo, seguido de maldiciones entre dientes y pasos alejándose.

Alguna vez, incluso, había sentido como unos dedos la acariciaban y trataban de desprenderla de su alta rama. No sabía bien porque aun estaba allí colgada. Los días pasaban, cálidos algunos, helados otros, y el manzano seguía cargado de sus frutos. Y en lo más alto, aquella bonita manzana.


Un día, allá abajo, a lo lejos, apareció un campesino que caminaba hacia allí. Cuando se hubo acercado lo suficiente, la manzana vio como el labriego miraba hacia el suelo, donde reposaban y rodaban las frutas caídas. Pensó que cogería alguna de aquellas y seguiría su camino. Pero no. El campesino miraba hacia la copa del árbol. Desde donde estaba, ella no podía ver bien en que dirección miraba. Unos instantes después sintió el movimiento del árbol estremeciéndose con los torpes intentos de quien intenta asirse a las primeras ramas. Tras algunos intentos, parecía que el recién llegado había conseguido subir. En lo alto, ella podía oír el crujir de las ramas y el sonido de las hojas apartándose. Entonces la manzana pensó que quizá aquel extraño querría coger algún fruto de los que la rodeaban. Era lógico, porque desde donde estaba, solo podía ver el cielo azul sobre ella, y hojas y frutas algo más abajo. Alguna de aquellas sería la elegida. Pero un rostro y una mano aparecieron por entre el ramaje. A aquel labriego le estaba costando llegar: tenía el rostro perlado de sudor y enrojecido por el esfuerzo. Alargaba la mano, algo maltrecha por los arañazos que se habría hecho tratando de llegar a la copa. La mano sorteaba aquí y allá, y de pronto aquella bonita manzana lo sintió: las yemas de unos dedos temblorosos acariciando su piel, rodeándola poco a poco suavemente...



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Una mañana, un joven campesino llegó tras un largo camino a un prado en el que había un gran manzano. Se acercó a él, sin poder evitar mirar las decenas de frutas caídas, magulladas. Estaba cansado y hambriento, y se sintió tentado de coger alguna de aquellas. Después miró a lo alto, y divisó los mejores frutos. Y entre todos ellos, allá en lo alto, vio una manzana no muy grande, brillando al sol. Era un campesino, y había visto muchas frutas a lo largo de su vida, algunas realmente hermosas. Pero aquella le pareció la mejor de todas. Y entonces decidió que quería subir a lo alto de aquel árbol y tratar de conseguirla.