jueves, 15 de diciembre de 2011

Una vida

¿No sabéis quién es Nick? 


Nick fue muchas personas, o quiso serlas en algún momento de su vida. Nació queriendo salvar el mundo, saltando de tejado en tejado, ágil y rápido. Soñó que derrotaba piratas surcando el cielo de Nunca Jamás. Que las calles de Agrabah no tenían secretos para él, y que podía saberlo todo de París sin bajarse de los tejados de Notre Dame. Deshollinó negras chimeneas al compás de la música, siempre atento al viento del este. Tuvo con el arco la puntería del héroe de Sherwood, y desde entonces siempre quiso ser ladrón. Creció con las historias que le contaban en un viejo barco de vapor, aprendió de un engreído belga las armas de la mente, y de tres mosqueteros del rey, el valor de una espada en manos de un diestro tirador. Con una espada y una máscara fue a veces el Capitan Fracasse, y otras vivió la comedia italiana y fue Omnis Omnibus como Scaramouche. Quiso escribir los versos del Siglo de Oro, apasionado como Lope, ácido y genial como Quevedo, sabio como Calderón. Compadeció a Edmundo Dantés, y aprendió que no todas las cárceles te separan del mundo con unos barrotes de hierro. Quiso escribir sobre el amor como nunca nadie lo hubiera. Tardo mucho en aprender que nada escribe mejores historias que un corazón roto, y que el amor no se escribe, sino que se sangra y se vive, y que todos los que escribieron sobre él hubieran quemado hasta el último de sus versos y prosas a cambio de que la historia acabara como ellos la habían soñado.

Sufrió, reconociendo como propio el dolor de Quasimodo, y más tarde el de Cyrano. Pensó que así debía de ser. Aprendió que todos los dolores son, al fin y al cabo, dolor. Hizo sufrir, y eso siempre le hizo querer huir. Y siempre recordó que aquella no era la opción, mientras escuchaba la música de aquella película de su infancia. Quiso viajar, y viajó. Caminó por Londres tratando de deducir la profesión de los viandantes que pasaban por delante del 221B de Baker Street. Quiso ser como ese músico escocés  que con una guitarra hacía vibrar un estadio, para luego mantenerlo en silencio, hechizado, en el tiempo que dura una canción. Se sintió solo, y a la vez creció un poco más. Aprendió el significado de “echar de menos” y luego aprendió que aun así, hay que vivir. Porque siempre queda en el pasado algo que faltará en el futuro. 

Aprendió de un escritor de Cartagena y de un capitán de los viejos Tercios que la amargura deja cicatriz y que un antiheroe no es más que un héroe que nunca quiso serlo. Alguien que vive al día y que a la vida no le pide nada, porque lo que tiene tuvo que acuchillarselo y robárselo él mismo con más o menos arte. Y aprendió que en lo de robar con arte, el mejor era Neal Caffrey, que de alguna manera había aprendido de Arsene Lupin y de Dani Ocean. Y se sintió tan bueno como el astuto Neal, porque algo debe de valer robarle a un ladrón, aunque sólo se le robe un alias.

Quiso poder contar una historia como las contaba René Lavand, vivió la magia en las puntas de sus dedos, y quiso que le pasase a él como le pasaba a Fred Kaps. Quiso ser mago, actor, cantante, guitarrista, periodista, guionista, director... y aprendió que esas cosas no se son, sino que son las cosas que uno hace en algún momento de su vida. En todo caso, podía hacer magia cada día. Que lo que era, quien era, era Nick Halden. Aunque nunca nadie lo llamase así. 

Tuvo miedo de morir muchas noches, y por las mañanas quiso vivir sin dejarse nada. Quiso aprender a no temerle a la muerte, y a veces creyó haberlo aprendido por fin. Siempre se equivocó, y por eso sigue intentándolo. Quiso ser más fuerte de lo que era, y nunca supo si lo consiguió. Ni ayer. Ni hoy. Ni mañana. Nunca fue bueno eligiendo que palabras decir y cuales callar. Ni que sentimientos deben decirse y cuales deben callarse cuando se viaja de copiloto en un pequeño coche verde pistacho. Tampoco supo cuando y como robarle un verso a Neruda ni a Benedetti. Nunca tuvo claro como hacerlo bien. Así que lo hacía, y punto.

Siempre quiso saber en que momento dejó de ser Jofiel. Y porqué. Siempre quiso saber porqué Jofiel siempre lo visitaba a pesar de todo. No se sabe si llego a desvelar ese misterio. Ni ningún otro.

Nick fue todo eso. Y será mucho más. Al fin y al cabo, aun tiene una vida que vivir. 

domingo, 11 de diciembre de 2011

Desarmado

Nick perdía su mirada en la oscuridad del salón mientras pensaba que era gilipollas de remate. De record. De guiness. Dejó caer la cabeza para atrás y exhalo un suspiro con el que quería liberarse de ese peso que le  llenaba por dentro. Pero nada. Sus sentidos le traicionaban y se reían de él. Por toda respuesta, el se encasquetó sus auriculares y se sumergió en la música. Pocas veces se siente uno tan desorientado y confuso cuando algo atenaza y no se es capaz de explicar el motivo. Eso solía decirle Jofiel. Para él era fácil. Con su maldita ironía y sus palabras llenas de misterio. Maldito él. Malditos todos.

Los cubatas de más, las palabras que salen a traición y desarman la armadura, las que se atascan en el alma y se enquistan sin remedio, la debilidad de un orgullo de hierro, que se esconde tras sonrisas que no pueden contenerla para siempre; el optimismo sin condiciones, el animo que se regala sin pensar en las propias reservas; las frases escritas sobre blanco digital que se resisten a desvelar sus intenciones, los sueños que se dejan abrazar antes de tiempo;  los meses que vuelan a traición, las noches que pasan demasiado rápido, y las semanas que se arrastran demasiado lentas; los acordes menores, los arpegios de guitarra;  los sonetos de Lope, las frases de Benedetti, el mes de diciembre; la necesidad de escribir para poder dormir. Los Beatles, los puños y los dientes apretados, las buenas intenciones. Las canciones que se repiten una y otra vez, y las que nunca se volverán a repetir. 

Estúpido. Estúpido. Estúpido. Por no pensar que en la felicidad pudiera haber esta tristeza. O por saberlo, y dejarte ganar. Por bajar la guardia. Por ser así, y no poder evitarlo.

Maldita esta noche. Maldito tu, Nick Halden. Haz el favor de irte a dormir. Y de dejar de pensar. Por hoy, ya es suficiente.

- Eres imbecil -se oyó una voz  firme detrás de él- No tienes razón. En nada.
- Déjame en paz, Jofiel... -Nick se quitó los cascos y se levantó pesadamente.  Jofiel no dijo nada más. Se quedó callado, apoyado contra la pared con la mirada perdida. Esta vez, no hubo ninguna ironía. Solo silencio. Nick cruzó el piso y se derrumbó sobre su cama vacía. Y por esa noche, fue todo. No hubo nada más. Ni respuestas, ni consuelo, ni lagrimas, ni sonrisas, ni historias, ni besos, ni abrazos, ni miradas brillantes, ni planes. Sólo latidos que esperaban un amanecer mejor.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Inevitabilidad

La puerta blanca se cerró con suavidad aquel domingo por la noche. Como poniendo un punto a la velada, que para su gusto terminaba demasiado pronto. Él quería creer que si aquella noche era una historia en las páginas de su vida, esa puerta cerrada no era más que un punto y seguido. Uno necesario. Inspiró profundamente, como no recordaba haberlo hecho nunca, llenando sus pulmones del aire frío de la noche. Luego lo expulsó de golpe, como en un suspiro. Sonrío y negó con la cabeza. Era increíble lo bien que se sentía. Con energía como para correr hasta casa, con agilidad como para trepar alto y con ganas de quedarse tumbado encima de un tejado, mirando la noche sin estrellas. Pero no. Solo echó a andar por la calle peatonal, con su casco al hombro. Las imágenes, los recuerdos inmediatos le revoloteaban alrededor. Los muy... empezó a decirse para si mismo. Recuerdos. Vuelven con más fuerza cuando saben que ya solo van a ser eso: recuerdos. Pero no le importaba. Aquellos eran muy buenos. Por alguna extraña razón, los mejores desde hacía un tiempo.

- Mezcla. A tu antojo -le dijo él tendiéndole un mazo de cartas- En esta baraja hay cincuenta y dos cartas. Mas dos comodines. - Añadió cuando ella mezcló y se las devolvió- Dime un número entre el uno y el cincuenta y cuatro.  El que tu quieras.
- El dieciséis.
- Si te dijera que era inevitable que escogieras ese número... ¿cambiarías de idea?
- Puede... no se... -dudó ella- no. El dieciséis.
- Cuenta dieciséis cartas. Una a una. Y despacio.
- Una... dos... 
El sonreía mientras las cartas caían sobre el banco, una detrás de otra. Era inevitable, pero ella no lo sabía. Aún.

-Y dieciseis -terminó ella, mirándole como desafiante. El no dejó de sonreír. Le contó que en la vida había cosas inevitables. Casualidades. Azar. Así lo llaman algunos. Destino. Pero él prefería explicar esos sucesos con la mágica ley de la inevitabilidad.
- ¿Cual es la carta que estaba en la posición dieciséis?
Ella le dio la vuelta. Era el siete de corazones. Le miro extrañada. Aquello no tenía nada de extraordinario. El rió.
- Antes de que mezclases la baraja te di una carta. Una carta de otra baraja distinta. La guardaste sin mirarla. ¿Quieres mirarla ahora?

Ella no dijo nada y extrajo la carta, que ocultaba con el dorso su identidad. La volteó solo para descubrir otro siete de corazones. Ella no hizo ningún gesto de gran sorpresa, ni pronunció sonido alguno. Pero sonrió muy ampliamente. Con los labios y con los ojos. Y para él, aquello fue mejor que la mejor comida pakistaní del mundo. Berenjenas incluidas.
La lluvia que había dado algunas horas de tregua volvió a hacer acto de presencia. Pequeñas gotas. Nick llegó a su moto y saltó sobre ella. La arrancó después de ponerse el casco, y se alejó de allí. Ni la velocidad lograba dejar atrás a los recuerdos. Y Nick se dio cuenta de que ya eran un buen número. Entonces en el cielo brilló un relámpago.
Claro que podría haberlo evitado. La carta podría no haber sido el siete de corazones. Y desde entonces, la vida podría haber sido distinta. O quizá no. Es lo que tiene tomar un camino. Se dejan otros atrás. Se renuncia a saber adonde llevarán. Pero a Nick le daba igual. Tenía la agradable impresión de que podía haber elegido romper la ley de la inevitabilidad. Anularla. Dejándola en evidencia. Simplemente evitándola. Pero no le había dado la real gana. Y mientras volaba sobre el asfalto de aquel precario camino, rumbo a casa, pensó que quizá ese era precisamente el motivo de que algunas cosas, a veces, sean inevitables.

sábado, 5 de noviembre de 2011

If I sang out of tune...

Entro con timidez en aquella sala, y lo primero que vio es que estaba forrada de lo que parecía cartón. En la sala, si se le podía llamar así, había una mesa repleta de cosas con un viejo ordenador. En cada una de las cuatro paredes colgaban posters. De los Byrds, de un grupo que no conocía llamado Black Pope, de Velvet Underground, y de los Beatles. Sobre todo, de los Beatles. Él tan solo había oído en la radio “Let it be”, y “Hey Jude” y una vez, “Twist and Shout”. En un CD, creía recordar. Nada más. 
Y al fondo de la sala estaban ellos. Un chico con gafas y melena pelirroja pálida y larga recogida en un pañuelo acompañado de una chica. Su novia, debe ser. Ambos compartían a sorbos de un vaso de madera que rebosaba lo que parecían hierbas con una especie de pajita metálica. El otro chico, moreno y con el pelo lacio, tocaba una guitarra negra con golpeador blanco. Un señor mayor que lo miraba por encima de sus grandes gafas. Y el que le había traído, sonriendo ufano detrás de sus gafas redondas y negras, baquetas en mano, sentado tras la gran batería negra. Todos le miraban con curiosidad. Y ese día le dieron una pandereta. Una negra. Él nunca había tocado ninguna. Recelaba. Una pandereta. En que cosas te metes. Y luego empezó a escuchar su música, sentado en un raído sillón. Y la batería atronaba, y el bajo no se salía de la partitura. Y todos reían. Y el se sintió cómodo. Como en casa. Y agitó la pandereta por primera vez.
Y de pronto, como en un abrir y cerrar de ojos, estaba cantando frente a un micrófono. Agitaba con torpeza aquella pandereta. Y se subió a un escenario en el que se fue la luz. Su primer escenario. Y luego empezó a escuchar notas de piano, y eran uno más. En cuanto se dio cuenta había pisado varios escenarios, distintos pueblos, algunas ciudades. Y la banda cambiaba. Pero el seguía riendo, y todos se inventaban motes para el resto. Y los domingos por la tarde eran una fiesta. Y los miércoles por la noche, cantaba. Y aprendió armonías que le enseñaron las dos voces que siempre lo guiarían, y pudo hacerlas. Y la pandereta cada vez sonaba más acompasada, menos torpe. Y un día, le miraron y le dijeron: canta. Canta esta. Tu solo. Y el cantó. Y aquella canción le pareció increíble. Por sus coros. Por sus voces. Las tres voces. Porque la cantaba con un poco de ayuda de sus amigos.
Tambien hubo disgustos. Peleas. Malos tragos. Pero valía la pena, porque al final, los domingos seguían siendo de fiesta. Y los escenarios se multiplicaban. Y las noches se alargaban hasta el amanecer, y la música los poseía a todos. Y viajaron lejos. Conquistaron ciudades lejanas. Lejos, muy lejos. Sus tres voces sonaban en viejos teatros romanos, en mugrientos bares, en las plazas de los pueblos, en grandes escenarios al aire libre. En museos, en la calle, en platós de televisión. En la sala de grabación. Lejos, en un país vecino. Pero sobre todo, siempre, en aquella pequeña sala a las afueras de la ciudad.
Y la banda seguía cambiando. Pero las guitarras siempre estuvieron juntas, y las armonías nunca cambiaron. Cambiaron los dedos que acariciaban las teclas, que se hicieron más dulces, más perfectas. Tambien cambiaron las que orquestaban el bajo. Un día una nueva voz empezó a cantar en aquella sala. Y podían cantar cuatro voces. Y era genial. Incluso llegó el momento en que la batería dejo de retumbar como solía, y en la sala dejaron de escucharse referencias a aquel pueblo de Huelva. Y fueron momentos duros. Pero los escenarios se sucedían. Las ciudades. El espectáculo debía continuar.
Y el seguía cantando, y aporreando la pandereta. Estaba vieja, rota. Pero el seguía tocándola. Tuvo una nueva, pero prefirió seguir con su vieja pandereta. Y un día otra pandereta se unió a la suya cuando las teclas del piano dejaban de tocar. Y encima de aquel escenario al lado del mar, pensó que era genial poder seguir haciendo eso por mucho tiempo. 
Y de pronto, una noche, salió de aquel bar irlandés. Los dientes apretados. El nudo en la garganta. No lo podía creer. Porque pensó que tocaría la pandereta hasta el final. Hasta que tuviese ampollas en los dedos. Y que si un día abandonaba para siempre su querida sala forrada de cartón, sería junto a las voces con las que había cantado siempre. Que lo acabarían juntos. Que los demás iban y venían. Pero no. El salía, el resto se quedaba. Nunca imaginó aquello. Y pensó en todo lo que perdía, y apretó aun más los dientes, y aceleró el paso. Se subió en su moto, vieja y destartalada. Como la vieja pandereta negra que no volvería a agitar frenéticamente en aquellos vuelos de menos de tres minutos a la antigua Rusia. Como no volvería alternar de ritmo en el día del pájaro. 
Dio gas y se alejó veloz. Y la música le perseguía y el tuvo que cantarla. Pero por primera vez, se sintió solo, sin la perfecta armonía de las otras dos voces. Y detrás de su casco, sintió, por primera vez en casi cuatro años, que no tenía sentido cantar aquella canción, porque ya no lo haría con esa pequeña ayuda de sus amigos, subido en un escenario.



jueves, 20 de octubre de 2011

20 de Octubre

Nick cerró los ojos y trató de abstraerse de todo. De los ruidos de la calle y del barullo que tenía por dentro. Inspiró profundamente y  soltó todo el aire de golpe. Volvió a enfrentarse a la página en blanco impoluto que le mostraba el ordenador. Y pensó que eso antes no pasaba. Que esto ya no podía compararse a la frustración que se sentía antes. Hace unos años habría arrugado ya dos folios y los habría arrojado a la papelera. Pero ahora no. Dos tecleos, y los párrafos dejan lugar al blanco inmaculado y sin memoria. Nick se balanceó en la silla, y maldijo la necesidad de escribir para explicarse a si mismo. Allá afuera, más allá, en el mundo, estaban pasando miles de cosas. Algunas de ellas, importantes. Muy importantes. ¿Qué escribir?
Sobre la mesa, además de su ordenador, yacían una baraja de cartas, su vieja guitarra y una entrada de cine ya usada. Nick cogió la guitarra y la abrazó, dejando que sus dedos la acariciaran suavemente. Do... La menor...
Y mientras tanto, pensaba. ¿porqué cuesta tanto a veces arrancarle unas palabras al día? No. No unas palabras. Las palabras. Las que definan fielmente lo que le pasa a una de las personas de este planeta.

- Llevas con lo mismo dos horas -le dijo Jofiel a su espalda. Nick dio un respingo.
- ¿Te importaría hacer el favor... -dijo despacio y con voz de infinita paciencia- de avisar de que estás aquí antes de...?
Nick ya sabía la respuesta. Esos sustos eran uno de los pequeños placeres de la existencia de Jofiel. Como el té. La respuesta, no formulada en voz alta, era un “no” rotundo.

- No seas quejica -río Jofiel- tu problema es que llevas todo el día dando vueltas por casa como un león enjaulado.
- Llevo un tiempo sin escribir nada.
- No es verdad. Has escrito dos páginas. Por la mitad, eso si... -dijo mientras desaparecía por la puerta del saloncito.
- No valían.
- ¿Qué es lo que vale y lo que no vale para ti, Nick? -le preguntó su amigo desde la cocina mientras hacía tintinear las tazas.- ¿Te vale un té ahora?
- Quizá luego... -rechazó Nick.
Escuchó el sonido del agua al hervir, el silencio de Jofiel durante su pequeño y curioso ritual de varias veces al día. Dejó la guitarra apoyándola cuidadosamente de vuelta en la mesa. Se fijó de nuevo en la página en blanco que se burlaba desde la pantalla. Tantas cosas importantes ahí fuera... Quizá la inactividad lo estuviera embotando. Estaba distraído, desde hacía días era habitual... quedarse pensando en las musarañas. Y eso le fastidiaba mucho. Jofiel apareció de pronto por la puerta con dos tazas de té. Una se la endosó a su amigo, haciendo caso omiso a sus miradas de protesta. Nick la dejó sobre la mesa.

- Es muy sencillo -dijo Jofiel tras sorber su taza sin hacer ruido- quieres escribir sobre las cosas grandes que pasan ahí fuera. Pero no puedes, y no podrás por más que te empeñes. ¿Te has parado a mirar aquí dentro? 
- Llevo todo el día aquí dentro... -le recordó Nick con tono de paciencia- Y fuera...
- Puede que fuera están pasando muchas cosas. Pero hoy no quieres escribir sobre eso.
- Y ¿sobre qué piensa el señor que quiero escribir? -dijo con sorna Nick.
Jofiel se encogió de hombros y sonrió ampliamente. Miró sobre la mesa y se fue con su taza en la mano.
Odio que haga eso, se dijo Nick. Jofiel y sus trucos mentales. Sacudió la cabeza y volvió a centrarse en la pantalla en blanco. Pero esta se desdibujaba. Sus ojos se iban hacia la guitarra. Hacia la baraja de cartas. Hacia la entrada de cine. Aquella primera entrada de cine. La sostuvo ante sus ojos. No sabía bien porque aquel trozo de papel coloreado no había acabado en la papelera, como tantos antes que él. O tal vez... sí lo sabía. Nick sonrió, como no recordaba haberlo hecho en todo el día. Condenado Jofiel. Odiaba que tuviese razón. Pero... tal vez el mundo ahí fuera podía esperar. Tal vez hoy quería escribir sobre aquella entrada de cine.

jueves, 13 de octubre de 2011

Viento del Este, segunda parte.


- ¿Se puede saber qué es eso? -preguntó Nick volviendo a mirar la manifestación.
- Solo una vieja canción de mi gente.
Nick sabía que no era nada esclarecedor ni aconsejable preguntar a Jofiel sobre “su gente”, como el los llamaba. Así que solo siguió mirando, y no dijo nada más.
Abajo pudo ver que había gente que se sentaba en el suelo, y que otros saltaban. Había mucha gente joven, y menos de los que ya no se acuerdan de que era eso de los ardores de la juventud. 

- No entiendo porque hacen esto -dijo de repente- estas cosas nunca sirven de nada.
- No, la verdad es que no -contestó Jofiel- O tal vez sí. Depende de lo que entiendas por servir.
- Si, bueno... -respondió Nick, incómodo.
- Has visto cientos de estas en televisión y en los periódicos. Nunca has pestañeado antes. ¿Qué tiene esta de diferente? 
- Nada... solo es eso. Me sorprende que no se den cuenta de que ni siquiera buscan lo mismo. Cada uno piensa que su idea es la buena, que la del de más allá está equivocada. Se atacan, y al final los de abajo acaban peleando las guerras de los de arriba, que mientras tanto toman cafés juntos después de lanzarse pullas delante de una cámara.
Jofiel enarcó las cejas y movió la cabeza. Esta vez se giró para mirar a Nick.

- Vaya... nunca pensé que tuvieras ese tipo de pensamientos...
- Que no me manifieste no significa que no tenga ojos y oídos. ¿Recuerdas Tánger? Aquel tipo...
- Si, me acuerdo. 
Jofiel se acordaba bien. Aquel tipo era un espía, un contrabandista, un pobre hombre que hacía lo que podía por sobrevivir. Había sido su enlace más de una vez. Supieron que había muerto tratando huir de todo cruzando el estrecho. Se lo tragó el mar, a él y a sus sueños de una vida distinta, lejos del filo de la navaja.

- Que no me mueva no quiere decir que piense que este mundo es justo -dijo Nick- solo pienso que... no lo cambiarán. No está en la mano de esta ciudad, ni de este país. 
- No lo harán. Tienes razón. Pero... -Jofiel se apoyó en la barandilla- nadie podrá decir que la sociedad está contenta con lo que tiene. El mundo no puede ser perfecto... por eso la gente siempre luchará por algo. Esta plaza esta llena de gente que piensa mil cosas distintas y solo una cosa en común: que no les gusta lo que ven.
Nick resopló incrédulo. Parece mentira que me vengas con esas ahora, replicó.
Jofiel sonrió ampliamente. Yo ya he peleado mis guerras, chaval, le contestó. A cada cual, lo suyo. Yo aquí soy observador, igual que tu, le contestó Jofiel. Después se apartó de la ventana y se fue hacia la cocina, dejando a Nick solo en el salón, todavía mirando por la ventana. Jofiel sacó unas tazas y azúcar.

- ¿Una taza de té? -preguntó en voz más alta de la habitual en él. No hubo respuesta.- ¿Nick?
- Luego -le llegó la respuesta. 

Jofiel oyó el sonido de la puerta de la casa abrirse y luego cerrarse con un golpe sordo. Luego, pasos apresurados por la escalera. En la plaza seguía oyéndose el murmullo del gentío. Jofiel sonrió, terminó de preparar su té y salió de nuevo al ventanal. Dio un sorbo al té mientras pensaba que en lo alto de la torre de la iglesia se veía todo mucho mejor.

Viento del Este, primera parte.

El murmullo aumentaba en aquella tarde gris típica de Otoño. La calle era un río de gente, que se agolpaba más y más conforme desembocaban en la gran plaza. Nick trataba de abrirse paso, cortando el flujo de gente tratando de llegar a su portal, pero a cada paso la tarea era más difícil. Oía las consignas, coreadas por grupos de gente aquí y allá. Trató de atajar el camino pasando por entre un grupo de jóvenes que llevaban batas de médico. Perdona, disculpa, lo siento, repetía él moviéndose con agilidad pese al gentío. Pisó el pie de alguien y se giró para disculparse por enésima vez. Los ojos castaños de una chica de cabello largo y mejillas encendidas se clavaron con reproche en él. Aquella cara de enfado tenía algo que invitaba a una sonrisa, pero Nick reprimió la suya como pudo y murmuró su disculpa. Le pareció que ella aflojaba la tensión de su mirada, pero no podía estar seguro. Ambos se habían girado y cada uno siguió su camino. 
Unos pasos más allá, Nick alcanzó por fin su destino. Se apoyó en la puerta y bufó con cansancio. La gente seguía agolpándose. Miró por entre las pancartas que se alzaban aquí y allá. Sus ojos se detuvieron de pronto en lo alto de la torre de la Iglesia. Le pareció ver una sombra, y supuso que sería Jofiel. Nick resopló. No se podía creer que su amigo siguiera haciendo de vigilante en las azoteas. Se dijo que sería costumbre de perro viejo.
Introdujo la llave en la cerradura, la abrió y empujó la puerta, cerrándola tras de sí. Al poco se encontraba en el salón de grandes ventanales. Mirando la plaza a través de ellos, de espaldas a Nick, estaba Jofiel.

- ¿Te he visto en...? -dudó Nick.
- Claro que no. Qué cosas dices... -contestó Jofiel sin girarse.
- Ya...
Nick se acercó a la ventana y miró afuera. Aquello era una marea humana gigantesca. Se quedó en blanco mirando a los cientos de personas que había allí, escuchando sus consignas, mientras sus pancartas se movían ejerciendo algún tipo de efecto hipnótico en los ojos de Nick.

-El mundo está loco -murmuró al fin.
- Te diré un secreto -dijo Jofiel sin mover un ápice su expresión neutra- siempre lo ha estado. Desde que puedo recordar, las personas que están abajo han luchado por bajar a los que están arriba, y estos han intentado mantenerse donde están -se calló unos segundos, y luego continuó- La única diferencia es que ahora puedes organizar todo esto por Twitter.
Nick no dijo nada. Había visto la mancha blanca que formaba el grupo de los de las batas.
Se preguntó si la chica de las mejillas encendidas seguiría con esa cara de enfado. Después sacudió la cabeza. Eres increíble Nick Halden, se dijo. Nunca te han interesado las manifestaciones, de repente te cruzas miles de personas en una y...

-Se ha levantado viento del Este -Jofiel interrumpió de pronto el hilo de sus pensamientos.
Nick lo miró. Entre las muchas cosas extrañas que tenía su amigo, era la fijación con los vientos, y Nick nunca sabía si lo que decía de ellos era algún tipo de simbolismo o si realmente lo creía como una realidad física. Se giró solo para ver como Jofiel seguía con la mirada fija en la muchedumbre y empezaba casi a canturrear...
“Viento del Este y niebla gris
anuncian que viene 
lo que ha de venir.
No me imagino que irá a suceder,
más lo que ahora pase
ya pasó otra vez...”

miércoles, 5 de octubre de 2011

Secretos.

Seleccionó todo el texto, que quedó sombreado de color azul. Lo miró otra vez. Apenas unas diez líneas, escritas... ¿cuando? Hace apenas unos meses. Releyó algunos fragmentos y presionó la tecla de borrar. Sin más, con una facilidad que luego le sorprendió.
Nick apagó el ordenador. Lo último en lo que se fijó antes de que la pantalla hiciese un fundido a negro fue en la hora: las seis menos veinte de la tarde. Y en el calendario. Y eso le hizo pensar, mientras se levantaba de la silla, que aún quedaban muchos días hasta la noche del 26 de Octubre. Miró por la ventana. El sol aun pegaba fuerte aquella tarde, pero él no sabía cuando iba a volver. Así que cogió su cazadora y salió. Como tantas otras veces, sin saber porqué, ni a donde. 
Saltó sobre la moto y la arrancó. El viento golpeándole el pecho, hacía ondear la chaqueta sin abrochar. La velocidad lo espabilaba, le hacía olvidarse del calor. En esos momentos, era fácil sentirse poderoso. También era más fácil que esa fuera tu última sensación. Recordó a Borja, a Pollo... Nick no había vivido tanto, pero había leído bastante. Le gustaba la moto, la velocidad, la adrenalina. Pero le gustaba más vivir. Frenó un poco. Cloc. Un golpe suave en la parte trasera de su casco. Un “perdón” apenas audible y un tacto leve y cálido en el hombro izquierdo. Nick se giró, pero detrás no llevaba a nadie.
La tarde iba cayendo al ritmo que el Sol mandaba. Aún así, ya podía vislumbrarse la Luna, o su mitad. Nick tomó una curva, luego otra en dirección opuesta, se subió a la acera y aparcó. Se quitó el casco y sacudió la cabeza. Miró a su alrededor. Hacía mucho que no iba por allí. Se preguntaba si seguiría igual. Y no supo que contestarse. Prefirió no entrar. Aún no. Ya habría tiempo. Se sentó en un banco y miró a su alrededor. Aquello se parecía muchísimo a Silvertown. Y eso que, ahora que lo pensaba, nunca había estado allí. Jofiel le había contado cosas de aquel lugar, pero él nunca había llegado a visitarlo. Pero mira, se dijo, esto se parece bastante. Aunque delante hubiese una pared enorme y sosa, solo decorada con una cámara de seguridad que seguro que ni siquiera funcionaba.  Suspiró profundamente. Se puso cómodo. Empezaba a hacer frío. Ya era de noche. Pero él estaba a gusto allí sentado. Miró el reloj. Quedaba una media hora para las doce de la noche. De pronto sentía ese hormigueo. Como el que se siente cuando uno va a lanzarse al vacío, o a besar a una mujer por primera vez. Es lo mismo, se dijo a si mismo. Que raro era todo aquello. Pero... que agradable. Pero ya era hora de marcharse. Se levantó y se percató del coche que había aparcado justo detrás. Hasta luego, le dijo. Inmediatamente se sintió idiota. Con los coches no se habla, imbécil. Esto es raro hasta para un sueño.
Ah, claro... es eso.
Nick abrió los ojos. La pantalla del ordenador, con un procesador de texto en blanco, le brillaba en la cara. En la ventana ya no brillaba el sol, que se escondía tras los edificios, hasta las narices de calentar ese día.  Miró la hora: las seis y diez de la tarde. Sacudió la cabeza, intentando acostumbrarse a la realidad. Se puso un poco de música. Hay que dormir más por las noches, Nick Halden, se dijo. Luego miró el calendario. Esta vez, de verdad. Pero aún quedaba mucho para la noche del 26 de Octubre. Para ese momento en el que para el Sol es de noche, y para la noche, Luna Nueva. El momento del mes en que la noche es más... clara. 
Nick frunció el ceño. Todo eso lo había leído en algún sitio. Se preguntó si seguiría soñando. En una película, no hace mucho, había visto que había gente que se metía en tus sueños y robaba tus secretos. Menos mal que él no tenía demasiados. 

domingo, 12 de junio de 2011

Reencuentro, tercera parte.

Nick se arrepintió de no haber pedido el suyo con leche... pero sabía que a Jofiel eso le parecía casi un sacrilegio. Té con leche, que desperdicio, le oyó murmurar en la lejanía de los recuerdos. Recuerdos. Eran tantos... Y allí, en ese local, empezaban a amontonarse más y más, como buitres alrededor de un cuerpo inanimado.


- ¿Recuerdas cuando me fui? -preguntó Nick mirando por la ventana, mientras daba el primer sorbo a su taza.

- Es difícil de decir... -contestó Jofiel mirándolo, sin tocar todavía la suya - parece como si de repente, un día... te hubieses esfumado. Sin más. Me sorprendió... creía que al que se le daba bien desaparecer era a mi... -continuó esbozando una sonrisa.


Más recuerdos. Nick miró el rostro de Jofiel. Puede que aparentase la juventud madura y el vigor de cuarenta y pocos otoños, pero él sabía que detrás de esa apariencia había mucho, mucho más.


- Después de aquel... ¿cómo decías? tu último trabajo... -suspiró Nick- todo dejó... no se... de tener sentido ¿sabes? - Jofiel no dijo nada. Cogió su taza, exprimió con la ayuda de la cucharilla el té que aun podía extraerse de la bolsita y después la apartó en el plato. Aspiró el aroma que ascendía de su taza y después bebió lentamente, con los ojos cerrados. Su expresión era de absoluto deleite. A Nick siempre le había fascinado que un ser como Jofiel disfrutase tanto de los placeres más pequeños e insignificantes.


- Yo... llegué a todo eso como de casualidad - continuó Nick- De repente mi mundo se revolucionó, la vida que conocía antes... ¡Dios!¡Es como si estuviese borrosa! -exclamó.

- Ya sabes lo que opino yo de las casualidades - contestó Jofiel todavía degustando su té.

- Vale... vale. Lo que sea. Pero...

- Pero un buen día el hacer tu rutina y tomar una decisión te cambió la vida. Nada nuevo, Nick... en realidad, le pasa a todo el mundo, de una forma o de otra.

- Bueno, no me negarás que en este caso fue un poco más... especial.

- Si, es verdad.

- Y de repente... durante lo que siempre me ha parecido una eternidad... todo fue diferente. Y llegué a acostumbrarme a todo eso... al ritmo frenético, a lo inesperado, al miedo, a lo que no entendía... a todo eso que parece que a ti ya no te afecta.

- Será la práctica -respondió Jofiel sin darle importancia y terminando después su té. Nick sabía que era una de sus respuestas de despiste, totalmente falsas. Pero no lo mencionó.

- El caso es... que me gustaba. Y cuando se acabó...

- Se te hizo difícil llevar otro tipo de vida -concluyó Jofiel- uno más normal, uno menos... endiablado.

- Si, creo que eso es -dijo Nick bajando la vista. Su té empezaba a enfriarse.

- Nick -empezó Jofiel despacio- toco la guitarra en el metro de Londres. Y tu sabes que no es porque necesite calderilla para comer, precisamente... -se frotó la cabeza en ese gesto que a Nick siempre le pareció discordante con el resto de su personalidad- Tu eres joven, mucho más adaptable que yo... podrías haber hecho cualquier otra cosa. No te engañes.

Nick no dijo nada. Se bebió de un trago, casi con rabia, lo que quedaba en su taza. Apretó la mandíbula y desvió la vista. Las imágenes le golpeaban la memoria, una detrás de otra. Se acordó de aquella frase... ¿cómo era?


- Cuidado con lo que deseas... puede convertirse en una realidad -Jofiel pareció leerle la mente. A Nick siempre le impresionaba ese truco. Hizo un esfuerzo por sonreír.

- ¿Crees que fuimos héroes? - Jofiel sacudió la cabeza, y el cansancio y los años que no aparentaba se asomaron a su mirada.

- Creo que tomamos decisiones, que nos atrevimos, que nos equivocamos, que aprendimos, que luchamos, que sufrimos, que perdimos... y que al final, tocó sobrevivir. Seguir adelante.

- A veces me sentía un héroe. Pensaba que los dos lo éramos. Que algún día escucharíamos susurrar lo bien que lo hicimos a pesar de todo... -murmuró Nick- y creo que... cuando me di cuenta de que eso nunca pasaría, lo poco que quedaba de mi se convirtió del todo en Nick Halden.

Se miraron. Sonrieron.


- Sigues siendo tu, imbecil -le soltó Jofiel - ¿Qué más da el nombre?es sólo... que has perdido el norte. Pareces más perdido que cuando te vi por última vez.

- ¡No lo estoy! -protestó Jofiel. No se lo creyó. Jofiel tampoco.

- Se me hace tarde -dijo de improviso mientras se levantaba y echaba un vistazo a su reloj.- He de irme... pero nos veremos por aquí, pronto. Nick asintió en silencio mientras se levantaba a su vez. Jofiel pasó por su lado y le dio un apretón en el hombro.

- Me alegro de volver a verte -casi susurró. Después desapareció a su espalda. Nick suspiró. Se sentó de nuevo y se giró para mirar por la ventana. No vio a Jofiel por ninguna parte. Y de pronto algún resorte reaccionó en su mente. Se llevó la mano al bolsillo de la americana, y sus dedos notaron el tacto de un trozo de papel. Sacudió la cabeza, incrédulo. Aun se la colaba con facilidad pasmosa. Sacó el papel y lo leyó. Volvió a guardárselo. Suspiró otra vez. Adiós al plan del Casino. Al menos, pensó mientras se ponía en pie y echaba a andar con paso firme, ahora ya tenía algo concreto que hacer en la ciudad de Londres. Y por un momento volvió a sentir esa sensación. Esa chispa. El hormigueo en el estomago. El descreimiento, la apatía, cedieron un punto, y entró la emoción. La tensión de la caza, la sed de aventura. De dejar huella. Quizá nunca se fueron. Quizá siempre habían estado allí, muy en el fondo.


***


Desde la azotea del Empire Casino, Jofiel observó a Nick moverse con agilidad entre el gentío que aun pululaba por Leicester Square a pesar de que la noche empezaba a caer. Con paso rápido, el joven giraba a su derecha, ignorando las amplias puertas del Casino y enfilando Tottenham Court Road. Jofiel sonrió para sus adentros. Es un buen chico, se dijo. Jugando a ser de los malos. Un rebelde con una causa muy personal... pero insuficiente. En verdad era bueno volver a tenerlo por allí. Al fin y al cabo, Jofiel siempre había pensado que valían más los dos juntos que por separado.

domingo, 29 de mayo de 2011

Reencuentro, segunda parte.

Salieron al exterior. La luz del sol londinense les golpeó en la cara a través de las grises nubes. Los taxis rugían, los transeúntes circulaban esquivándose unos a otros en ese hervidero llamado Piccadilly Circus. Al unísono, como si el mismo resorte interno los moviera a hacerlo, Nick y Jofiel miraron a su derecha y se detuvieron unos segundos. Observaron la estatua de Eros en una especie de silencio reverencial y sonrieron. Después siguieron caminando, dejando que Eros lidiase con los cientos de turistas que se agolpaban a sus pies, sacando fotos, descansando... esas cosas que hacen los turistas.


Bordearon el Trocadero en silencio. Nick sabía adonde lo llevaba Jofiel: Leicester Square. Solía ser uno de sus sitios favoritos de Londres. El Empire Casino a un lado, el enorme cine Odeon al otro, y en medio, cientos de huellas de glorias del pasado inmortalizadas en el metal. Charlton Heston, Michael Caine... Nick solía ir a visitarlos cada vez que salía del Casino con la cartera significativamente más abultada que cuando entró. Después daba una vuelta a la cuadrada plaza y visitaba a los inmortalizados, como agradeciéndoles uno a uno la mucha o poca influencia que habían tenido en su vida. Varios artistas callejeros intentaban llamar la atención del respetable con sus caricaturas hechas al momento. Dios mío... cuanto tiempo había pasado. Y todo estaba igual.


- ¿Donde siempre? -pregunto Jofiel sin girarse.

- Por los viejos tiempos -contestó Nick mirando de soslayo la fachada del Casino. Eso puede esperar, se dijo.


Giraron a la derecha y pasaron por delante del Odeon. Unos pocos pasos más y ya estaban. Jofiel pasó primero entre las mesas que había en la terraza, abarrotadas de ingleses degustando sus pintas de cerveza. A un señor calvo le dio en el brazo con el borde del estuche de la guitarra. Excuse me, sorry, se disculpó sin mirar atrás. Nick lo siguió. Entraron al local, revestido de madera oscura, poco iluminado. Buscaron una mesa cerca de la ventana. Jofiel dejó sus cosas detrás de una silla y tomó asiento. Nick se sentó enfrente y buscó con la mirada al camarero. La música del local sonaba suave, de fondo...


“You’re just another angel in the crowd

walking on the wild West End...”


El camarero se acercó. Qué tomarán lo señores. Para mi un té blanco, dijo Jofiel. Para mi, uno negro, continuó Nick. El camarero preguntó si solo o con leche. Solo, contestaron ambos a la vez. Y después, se quedaron mirándose a través de la robusta mesa de madera. Estudiándose. Intentando quizá escudriñar en lo que habría pasado en la vida del otro desde que se vieron por última vez. Nick habló primero.


- Para odiar el metro, acabar tocando en una de las estaciones más concurridas de Londres es una paradoja bastante interesante...

- Es más bien un hobby... ya sabes, aquí está todo muy regulado -contestó Jofiel mirando por la ventana- además, a mi lo que me revienta son esas maquinas infernales. Las estaciones no me molestan. El caso es... ¿qué hacías tú en esa estación? -repuso, mirando a Nick con tranquilidad.

- Ya sabes... estas sentado en un sillón, aburrido, pensando en las licencias que se toma la vida en la forma de tratar a tus planes de futuro, acabas mandándolo todo a paseo y coges un avión. Así llegaste tu aquí la primera vez, ¿no?

- Más o menos... -concedió Jofiel al tiempo que el camarero se acercaba con las tazas de humeante té. El blanco aquí, el negro para él, cóbrese, y quédese el cambio. Muy amable, caballero, etc, etc. Cuando se trataba de té, Jofiel no se andaba con tacañerías.

sábado, 28 de mayo de 2011

Reencuentro, primera parte.

Londres estaba tal y como lo recordaba, a pesar de los años que habían pasado. El metro seguía siendo ese hormiguero con vida caóticamente organizada y propia. El tubo, lo llamaban. Nick recordó, mientras avanzaba por el andén entre la gente, todos los buenos momentos que había pasado viajando por aquellos túneles. Todo lo que había aprendido, lo que había planeado en ellos. Sonrió. Uno hace sus planes y después la vida hace con ellos lo que le da la gana. Pero, verdaderamente, había echado mucho de menos Londres. Su cielo gris y plomizo, su bullicio, su asfalto, su ruido. Sus luces y sus sombras.


Caminaba despacio, con paso seguro, hasta llegar a las interminables escaleras metálicas. Los carteles a un lado y a otro parecían anunciar los mismos musicales que hace unos años. Nick sonrió, complacido. Era como respirar lo familiar. Como si fuera ayer. Como si nada hubiera pasado. Y en realidad, habían pasado tantas cosas...


Y cuando a la escalera aun le quedaba medio camino, Nick escuchó la guitarra. Un riff calmado, más acariciado que tocado, nostálgico y añejo. Y aquella voz, ronca y susurrante, con un deje cansado y tan áspero que sonaba dulce. Aquella canción...


“The Ghost of Dirty Dick is still in search of little Nell...”


El corazón le latió con fuerza. Extraño... Habría corrido escaleras arriba, pero no lo hizo. Nick siguió aparentemente impertérrito, esperando pacientemente a que el peldaño de metal desembocase de una vez en el suelo de mármol de la estación de Piccadilly Circus. Entonces caminó, buscando entre la gente de donde provenía aquella canción. Aquel sonido de guitarra se volvía más rápido, los riffs evolucionaban... Nick miró a un lado y luego al otro, pero había demasiada gente. Solo cuando pasó la taquilla lo vio. Allí, en la salida que daba al Trocadero. Nick se quedó de pie, de piedra, dejándose tocar por aquellas notas que se convertían en un climax que siempre le ponía la piel de gallina. Observó con detenimiento al guitarrista. Allí estaba: delgado, moreno, con los ojos cerrados, como una sola unidad con su guitarra Stratocaster roja, acariciándola con pasión. Naturalmente. Piccadilly Circus. ¿Dónde, si no, podría haberlo encontrado, después de tanto tiempo? Solo en el lugar donde, años atrás, empezó todo... aunque fuera sólo en su imaginación. Allí estaba. Tal como lo recordaba. Caballero de la Nostalgia, Mercenario de la Melancolía, Marino del Mar de los Sueños, siempre con un verso en los labios y con la música, la poca que sabía, en el alma. Con esa mirada clara, demasiado abierta. Nick suspiró. La canción terminó, y se acercó al guitarrista, que guardaba con mimo su instrumento en el estuche.


- Sigues tocando fatal -dijo con una sonrisa difícil de clasificar. El guitarrista, después de cerrar el estuche, se incorporó y se dio la vuelta. Su expresión fue de sorpresa. Su sonrisa fue sincera.


-¡Nick! -exclamó- Vaya... vaya, vaya... -rió mientras daba dos pasos y se acercaba. Nick lo miró de cerca. Su mirada parecía cansada, como su voz.

- Bueno, en realidad... tengo que confesar que has mejorado mucho... - se corrigió Nick sin dejar de sonreír.

- Ya sabes... al final algo bueno tenía que salir...


Se quedaron en silencio, observándose. Luego, por fin, el músico habló.


- Ha pasado mucho tiempo... -casi murmuró con sus ojos fijos en los de Nick- ¿Qué... qué ha sido de ti?

- Pues... es largo de contar... -dijo mientras su interlocutor parecía examinar hasta el último detalle de su apariencia. Su pelo engominado, su traje impecable, su porte altivo.

- Tienes buen aspecto... -Nick cerró la boca. Sonrió con un deje amargo.

- Sigues mintiendo fatal.

- Lo siento... es que, después de todo... -el músico titubeó- ¿encontraste lo que buscabas? Quiero decir... no se... -Nick lo miraba inquisitivo- ¿eres feliz?


Nick rió, y el deje de amargura dejó de ser sólo un deje.


- Es largo de contar... -repitió, falto de ideas. El otro lo miró con afecto.

- Vamos... te invito a un té -dijo mientras cogía sus bártulos y echaba a andar en dirección a la escalera. Nick lo siguió, sin decir una palabra. Era extraño... ambos, subiendo de nuevo aquella escalera donde empezó todo. Como si el tiempo no hubiera pasado cuando, en realidad... habían pasado tantas cosas. Pero Nick solo disfrutó el momento, y pensó que se alegraba de haberse reencontrado con Jofiel.