domingo, 11 de diciembre de 2011

Desarmado

Nick perdía su mirada en la oscuridad del salón mientras pensaba que era gilipollas de remate. De record. De guiness. Dejó caer la cabeza para atrás y exhalo un suspiro con el que quería liberarse de ese peso que le  llenaba por dentro. Pero nada. Sus sentidos le traicionaban y se reían de él. Por toda respuesta, el se encasquetó sus auriculares y se sumergió en la música. Pocas veces se siente uno tan desorientado y confuso cuando algo atenaza y no se es capaz de explicar el motivo. Eso solía decirle Jofiel. Para él era fácil. Con su maldita ironía y sus palabras llenas de misterio. Maldito él. Malditos todos.

Los cubatas de más, las palabras que salen a traición y desarman la armadura, las que se atascan en el alma y se enquistan sin remedio, la debilidad de un orgullo de hierro, que se esconde tras sonrisas que no pueden contenerla para siempre; el optimismo sin condiciones, el animo que se regala sin pensar en las propias reservas; las frases escritas sobre blanco digital que se resisten a desvelar sus intenciones, los sueños que se dejan abrazar antes de tiempo;  los meses que vuelan a traición, las noches que pasan demasiado rápido, y las semanas que se arrastran demasiado lentas; los acordes menores, los arpegios de guitarra;  los sonetos de Lope, las frases de Benedetti, el mes de diciembre; la necesidad de escribir para poder dormir. Los Beatles, los puños y los dientes apretados, las buenas intenciones. Las canciones que se repiten una y otra vez, y las que nunca se volverán a repetir. 

Estúpido. Estúpido. Estúpido. Por no pensar que en la felicidad pudiera haber esta tristeza. O por saberlo, y dejarte ganar. Por bajar la guardia. Por ser así, y no poder evitarlo.

Maldita esta noche. Maldito tu, Nick Halden. Haz el favor de irte a dormir. Y de dejar de pensar. Por hoy, ya es suficiente.

- Eres imbecil -se oyó una voz  firme detrás de él- No tienes razón. En nada.
- Déjame en paz, Jofiel... -Nick se quitó los cascos y se levantó pesadamente.  Jofiel no dijo nada más. Se quedó callado, apoyado contra la pared con la mirada perdida. Esta vez, no hubo ninguna ironía. Solo silencio. Nick cruzó el piso y se derrumbó sobre su cama vacía. Y por esa noche, fue todo. No hubo nada más. Ni respuestas, ni consuelo, ni lagrimas, ni sonrisas, ni historias, ni besos, ni abrazos, ni miradas brillantes, ni planes. Sólo latidos que esperaban un amanecer mejor.

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