martes, 4 de noviembre de 2008

Marxismo y lectura


Quienes de verdad me conocen saben que me declaro abiertamente marxista. Hoy, tras leer algunas frases célebres, debo confirmarme de nuevo en mis convicciones. Cito: “Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente está demasiado oscuro para leer.” Obviamente quienes de verdad me conocen, saben que con “marxista” hacia referencia no al pensador alemán, sino al actor y comediante Julius Marx, más conocido como Groucho. Lo cierto es que buscando máximas que definieran con acierto y clase en qué consiste el buen leer, me he dado de bruces con esta joya del humor disparatado. Y si tiene hoy cabida en estas líneas es precisamente porque no es algo que tu, lector, esperarías encontrar en una monografía sobre la lectura. Podría pensarse que para un caso como este sería más apropiado citar a Francisco Umbral, a Flaubert, o a Sir Francis Bacon, todos ellos eminentes figuras del Parnaso de los lectores.

No me malinterpretéis: no seré yo quien encabece una rebelde manifestación en contra de los autores más clásicos. Yo, como el que más, he disfrutado enormemente zambulléndome en las amarillentas páginas de ediciones antiguas de obras de Dumas, Sabatini, Wilde, Poe, Rostand, Quevedo o incluso Rousseau. Novela, teatro, poesía y filosofía, géneros que todo mortal debería saborear con placer en una lectura tranquila y reflexiva. Pero, ¡ah! siempre me ha sentado mal ese tono condescendiente que roza el menosprecio de aquellos que censuran a los pobres lectores que, como yo, también disfrutan de textos que son considerados de menor lustre. He disfrutado como un chaval con las aventuras del capitán Alatriste, y he tenido que oír reproches de mis profesores de literatura al conocer mi predilección por estas lecturas. No soy muy amigo de los Best Seller de tono New Age que proliferan en los últimos años, pero me confieso lector entusiasta de obras de literatura fantástica de todo tipo, incluyendo (oh, si) la saga de Harry Potter. Y siendo sinceros, según los entendidos estas lecturas no hacen a un buen lector.

Señores míos, “no puedo decir que no estoy en desacuerdo” con esas posturas. No dudo que sea necesario diferenciar entre alta lectura y la lectura de ocio. Ambas, incluso, podrían darse en tiempo de asueto. Es necesario y bueno para todos que desde la juventud se promueva la lectura de títulos clásicos, de los que elevan el espíritu y afinan el intelecto. La lectura de este tipo de textos es necesaria, pero no tiene la exclusividad. El ser humano también guarda en su interior el anhelo de leer prosas llanas e incluso mediocres, pero que sumergen al lector en mundos de evasión y diversión. Estoy seguro, basándome en mi experiencia personal, de que incluso estos textos tan denostados por la élite intelectual y algún meapilas adjunto aportan su granito de arena en pro del amor por la lectura. Porque incluso los textos más disparatados aportan algún bien al ser humano. Si no, que se lo digan al señor Marx.


lunes, 3 de noviembre de 2008

Something from the past

"Toda aquella ciudad... no se veía el final...el final...por favor, ¿puede mostrarme donde acaba? Todo iba muy bien en la escalerilla y yo iba impecable, con mi abrigo. Era un espectáculo, iba a bajar, te lo prometo... ese no fue el problema.
No fue lo que vi lo que me detuvo Max, fue lo que no vi... ¿puedes comprenderlo? Lo que no vi...En toda aquella inmensa ciudad había de todo menos un final. No había final...Lo que no vi fue donde terminaba todo aquello. El final del mundo.



Fíjate en un piano. Las teclas empiezan, las teclas acaban. Sabes que hay ochenta y ocho, nadie puede discutírtelo. No son infinitas. Tú eres infinito. Y en esas teclas la música que puedes hacer es infinita.
Eso me gusta. Así si puedo vivir. Pero si me subo a esa escalerilla y me pones delante un teclado con millones de teclas, millones y millones de teclas que no tienen fin… y esa es la verdad Max, no tienen fin, ese teclado es infinito. Y si ese teclado es infinito no hay música alguna que puedas tocar en el. Te has equivocado de taburete: ese es el piano de Dios.



¡Cielo santo! ¿Viste aquellas calles? Solo las calles, había miles de calles... ¿Como lo hacéis allí abajo? ¿Como escogéis una sola? ¿Una mujer? ¿Una casa? ¿Una...parcela de tierra que sea tuya, un paisaje que contemplar? Una forma de morir...
Todo ese mundo pesa demasiado y ni siquiera sabes donde acaba... es decir, ¿no te asusta nunca el hecho de hundirte solo de pensarlo, solo de la enormidad de vivir en el?
Max, yo nací en este barco... y el mundo ha pasado ante mi con dos mil personas cada vez... y aquí había deseos, pero no mas de los que cabían entre proa y popa. Yo interpretaba mi felicidad pero en un piano que no era infinito. Aprendí a vivir de esa forma.



¿La tierra? La tierra es un barco demasiado grande...una mujer demasiado hermosa... un viaje demasiado largo... un perfume demasiado fuerte... es una música que no se tocar. Nunca podría bajarme de este barco. Como mucho, puedo bajarme de mi vida. Al fin y al cabo, yo no existo para nadie. Tú eres la excepción, Max. Tú eres el único que sabe que estoy aquí. Eres una minoría. Y más vale que te acostumbres.
Perdóname amigo mío, pero no pienso bajarme."


Hace mucho que colgúe este monologo en la red por primera vez. El caso es que siento que a este blog le faltaría algo si no incluyese en él una mención, una entrada, a una de las más bellas películas que he visto en mi vida.“La leyenda del pianista en el océano” es auténtica poesía fílmica. Se trata de una historia de amor, de amistad, de genialidad, de dolor, de dudas… es, en fin, la historia de una vida.

Pensaba en introducir aquí la sinopsis de la película y quizá hacer un análisis de la misma, pero prefiero no hacerlo y que esta entrada permanezca entre lo que podría llamar “conjunto de entradas personales y reflexivas” en vez de encasillarla en un grupo de artículos formales.

Y es que esta película tocó algo muy dentro de mí. Una vez más, os la recomiendo a todos. Estoy convencido de que, como poco, os hará reflexionar.No he logrado encontrar este monologo en video, pero adjunto una escena de la pelicula, solo para que os hagáis una idea.


martes, 21 de octubre de 2008

Sobre cosas ordinarias que parecen extraordinarias

Pocas he veces he tenido ocasión de vivir un acontecimiento tan curioso como fue aquella cena el otro día. Era jueves por la noche, y como es costumbre entre estudiantes, es noche para entregarse a la fiesta y la bebida (yo sigo empeñado en que no tienen porque ir a pares) El caso es que con cierto retraso, mis compañeros de clase (y compañeras, no vayan a enfadárseme) habían decidido organizar una cena todos juntos, aunque “todos” no haga honor a la situación que vivimos ya que muchos compañeros están en el extranjero. Así que bajo el lema “para los pocos que somos, aprovechemos” nos dimos cita unos treinta estudiantes en un sitio llamado “Brutus” a eso de las diez de la noche. Y digo bien, porque el grueso de los comensales no hicieron aparición hasta bien entradas las diez y media. Yo me personé en el lugar con puntualidad casi inglesa y acompañado de un par de amigos: Javi y Cisco.

Aquella noche suponía para mi un experimento interesante: la verdad es que tengo poca relación con la gran mayoría de compañeros de clase, así que mis expectativas reales consistían en dos cosas: esperar que acudiera una compañera en concreto y romper por fin esa barrera invisible que separa a la clase en facciones amistosas pero insustanciales. Como suele suceder en estos casos, a los pocos minutos de espera y a medida que más personas iban agrupándose en el lugar convenido quedo claro para mi que mi primera expectativa iba a quedar insatisfecha. Me encogí de hombros resignado, y trate de lograr que el pesimismo no estropeara la velada cuando aun no había siquiera empezado. A los pocos minutos tuvo lugar aquel acontecimiento que hizo la noche especial. Cuando vosotros, lectores, descubráis dentro de dos o tres líneas en que consistió ese acontecimiento seguramente me mandareis a hacer gárgaras. Pero quizá antes terminéis de leer, y creedme, con eso a mi me sobra.

Como decía, en algún momento entre las diez y las diez y media, en plena calle y frente a aquel establecimiento con nombre de dibujo animado, se armo un revuelo diferente a los “tia, que mona estas” que yo habría esperado. Me volví para descubrir que sucedía, y mis ojos fueron a toparse con los de un bebé, sentado en su cochecito, rodeado por todos mis compañeros de clase que le hacían carantoñas. Aquel bebé era la hija de una de mis compañeras, una chica de mi edad cuyo nombre no viene al caso. La feliz madre sonreía a unos y a otros, cogía a su vástago en brazos y le dedicaba toda clase de atenciones. Junto a ella pero como ajeno a todo aquel bullicio estaba el que yo supuse sería el padre de la criatura. No tardé en acercarme yo también, flanqueado por mi amigo Javi. Ambos nos quedamos mirando a aquella niña. Mi amigo sostuvo sus llaves frente ella y las hizo tintinear. Y la cara que debimos poner cuando ella sonrío a modo de respuesta debió de ser de álbum.

Recuperamos el sentido a los pocos segundos, y nos reagrupamos con el resto de amigos. Rápidamente surgió entre nosotros un debate que, a juzgar por el tono de las voces, debía ser secreto. No es de extrañar. Nadie podía evitar preguntarse que hubiese hecho en la situación de nuestra compañera. Había opiniones de todos los tipos, pero no tienen cabida aquí. Solo la tiene el que aquella chica a la que solo conocía de vista estaba ahora para mi rodeada de un aura de coraje y valentía. Vosotros podéis juzgarlo una soberana memez, pero seamos sinceros: no es una situación que se viva tan a menudo. Tal vez sea fácilmente impresionable. Vosotros mismos.

¿El resto de la noche? Bien, ya sabéis… cena abundante, sangría a porrillo y risas entre compañeros de clase. Estuvo bien. Pero fue algo bastante menos extraordinario.

martes, 14 de octubre de 2008

Los contrastes de la crisis

Me levanto por la mañana a eso de las ocho, remoloneando y arañando minutos al despertador, sabiendo que lo que me espera es una buena ducha y el obligado vaso de leche con colacao matutino. Cuando lo tengo preparado, y por aquello de afrontar el día sabiendo lo que pasa en el mundo, enciendo la televisión. Automáticamente la palabra “crisis” me salta a la cara en grandes subtítulos. Yo no pierdo la calma. En todos los programas (salvo en uno en el que Palin seguía acordándose de las viejas amistades del mediático Obama) varios expertos de la economía, la política y el esperpento nacional discuten acaloradamente si el Gobierno español o el de la Unión Europea podrán asegurar a los sufridos ciudadanos sus ahorros de toda la vida.

Pero un servidor de economía sabe lo justo para que no se las den con queso en las vueltas del bar Castillo, y cuando no se tienen más que 35 solitarios euros en la cuenta sinceramente, uno no se preocupa demasiado sobre adonde irán a parar sus ahorros. Así que apago la televisión y me marcho al trabajo, ese que ayudará a que la economía siga sin preocuparte porque, como becario que eres, no te van a pagar, total por cuatro horas diarias de generosa colaboración.

Y es en el autobús, en algún momento durante la media hora de trayecto, cuando el azar o el aburrimiento te hacen echar mano de uno de esos pérfidos pero entretenidos diarios gratuitos. A los pocos minutos puedes echar sonoras carcajadas, o lo harías de no ser por ese respeto que tus mayores te inculcaron de no molestar al resto de viajeros. Pero es que no es para menos, porque lees que allí en los Emiratos Árabes, allí donde la crisis inmobiliaria es como el Coco, allí donde los ladrillos de los palacios de los príncipes árabes son lingotes de oro (negro)… allí ahora mismo la crisis económica es objeto de befa y mofa. Y si no, ya me contarán a santo de que una empresa local hace de la megalomanía su bandera y lanza un faraónico proyecto llamado “Michael Schumacher World Champion Tower”, una torre tipo muelle que emergerá del mar en lo que se me antoja un gigantesco corte de manga a la crisis mundial.

Pero la cosa no acaba ahí. Porque luego, al llegar a la contraportada del periodicucho, uno se entera de que al multimillonario ruso dueño del Chelsea Roman Abramovich le quemaban los bolsillos y se le antojó gastarse la friolera de 250 millones de euros en un nuevo superyate, con sistemas antimisiles (por si los piratas) y submarino incluido. Y es entonces cuando uno se da cuenta de que todos estos señores viven en su mundo, ajeno al resto. Estos señores ignoran el significado de la palabra crisis. Y no es que yo les envidie. En realidad yo soy como ellos, solo que jugando en la liga de mi barrio. Porque no entiendo muy bien como se juega a este juego que conmociona a medio mundo a través de sus pantallas de televisión, ordenador o móvil, mientras en la otra mitad a la gente le sobraría con mis 35 euros.

martes, 10 de junio de 2008

La calle del telégrafo

Cuando Knut Hansum publicó “La bendición de la tierra” en 1917 poco podía suponer que se convertiría en una de sus obras más leídas y que le valdría el premio Nobel de Literatura en 1920. Es posible que tampoco supiese de sus futuros coqueteos con la ideología nazi, y menos que regalaría su medalla del premio Nobel a Goebbels cuando lo conoció. Y a buen seguro que no sabía que acabaría sus días internado en un centro psiquiátrico.

Allá por los años 80, un grupo de músicos viajaban atravesando la carretera del telégrafo US-24 de Detroit, Michigan. Uno de ellos leía “la bendición de la tierra” de Hansum. Era un treintañero de gran talento musical, de voz grave y áspera. Aquel músico leía en el libro de Hansum la historia de Isak Sellenraa, un hombre que recorriendo el bosque llegó a un páramo donde decidió asentarse. Isak construyó una casa a orillas de un gran lago helado, se casó con una mujer del pueblo vecino y terminó fundando una prospera comunidad gracias a un trabajo duro y constante, a su espíritu pionero y a su amor por la tierra. Y en algún momento, quizá mientras miraba por la ventanilla para descansar la vista de la fatigosa tarea de leer un libro en medio de los traqueteos del viaje, en la mente de aquel lector se formó el germen de algo que acabarían siendo quince minutos de música, de poesía, de tantas cosas. En aquel instante, Mark Knopfler, líder de Dire Straits, concebía la canción “Telegraph Road”.


Una noche, más de veinte años más tarde, yo tecleaba en mi ordenador cuando mi lista de reproducción aleatoria de música hizo sonar en mis auriculares esa misma canción. Algo despertó en mi interior al escuchar aquella melodía, de manera que dejé el monótono tecleo y busqué la letra de la canción en Internet. Me cautivó, y no pude dejar de escucharla y susurrar la letra en toda la noche. Con el paso de los meses esa canción se convirtió para mí en un símbolo, en un himno que resume con su letra y sus notas episodios de mi propia vida, arrancándome sonrisas y llanto surgidos de lo más profundo de mi alma. Hasta el día de hoy, en que inicio este blog que lleva el nombre de la canción. El porqué poco importa, es algo que solo tiene sentido para mi. Pero todo esto es una muestra de como el que Hansum escribiese el libro de marras se ha traducido con el paso de los lustros en lágrimas en unos ojos que jamás leyeron ese libro. Algunos bautizarían esta cadena de acontecimientos como un hecho curioso, otros como una anécdota algo insulsa. Y a mi esas cosas no me importan en absoluto. Para mi sólo tendría sentido el que alguno de los ocasionales lectores que lean estas primeras líneas sintiesen curiosidad y decidieran escuchar la canción y que esta despertase en su interior algo parecido a lo que despertó en el mío hace unos meses. Eso sería continuar la misteriosa cadena que comenzó Knut Hansum escribiendo su dichoso libro.