lunes, 23 de marzo de 2020

Canción de Otoño

Friedrich Nietzsche dijo una vez que "la vida sin música sería un error".
La cita es tan rotunda, tan simple pero tan apabullante que creo que solo la música podría mejorarla. 
En estos días de confinamiento, la música ocupa una parte importante de mi vida y me lleva de la mano por todas las emociones humanas: la euforia del entrenamiento con temas que parecen motivar hasta la última célula de tu cuerpo; la calma de esas piezas de piano que parecen acariciar el alma; la nostalgia de las canciones que escuchaba hace muchos, muchos años, cuando empezaba a experimentar que la música, efectivamente, era un tipo muy poderoso de magia; la melancolía de esas canciones que ya se quedaron para siempre atadas a un recuerdo; la alegría contagiosa de canciones que parecen levantar el ánimo por sí solas; la frustración de las largas horas guitarra en ristre, tratando de descifrar tablaturas endiabladas para poder tocar y cantar yo mismo mis canciones favoritas.

Digo a menudo que estamos hechos de historias, y lo creo tan cierto como que la música es la banda sonora de estas historias, cuando no parte imborrable de nuestras historias en sí misma. Y hoy quiero contarles una de esas historias que tienen a la música como protagonista. Quizá, solo quizá, la primera.

Debía yo tener unos siete años. No recuerdo bien ese detalle, pero sí recuerdo que esta pequeña historia sucedió en la que fue mi primera casa, un pequeño y acogedor piso en la calle Bélgica de Valencia, a la sombra de Mestalla. 

El piso describía desde la entrada una línea recta y pasados el salón a la derecha y la cocina a la izquierda doblaba hacia la derecha en un pasillo. Y allí donde aquellas dos rectas se juntaba, había una pequeña habitación que mis padres usaban como estudio. Estaba repleto de libros que descansaban en estanterías blancas de yeso y lo remataba una mesa de madera negra que daba a la ventana. A la izquierda de esa mesa descansaba un equipo de música que contaba con lector de CD, el último grito de la época. Esta historia sucedió frente a aquél aparato.

Los detalles específicos son difusos, probablemente una invención de mi imaginación: creo recordar que era de noche, que mis padres se iban a algún sitio y que alguien había venido a cuidarnos a mis hermanos y a mí. 

Pero lo que si que recuerdo con pasmosa claridad es que yo estaba sentado en la silla de estudio negra y giratoria y que unos cascos de música enormes decoraban mi cabeza. Y que desde ellos, una canción se colaba en mi cabeza, me recorría el cuerpo y me absorbía por completo.

No sé por qué recuerdo tan especialmente aquella canción. Con toda seguridad no era la primera que escuchaba, ni la primera que me gustaba. Pero ese momento es el primero que conservo en la memoria como un escalofrío difícil de describir, una corriente eléctrica recorriendo mi espalda al son de aquella melodía. La repetía una y otra vez cada vez que terminaba, porque no podía dejar de escucharla. Su tranquilo arpegio de guitarra al empezar que me evocaba un paisaje de hojas de árbol caídas pintando el suelo de ocre y marrón; los crescendos de un estribillo de cuerdas mágicas que acompañaban a una voz cálida y calmada, en ocasiones levemente trémula. Aquella vez, con aquella canción, comprendí con palpable claridad que la música puede ser una especie de poderosa magia.

Estamos hechos de historias y muchas de esas historias son meras invenciones donde solo permanece fiel aquello que sentimos al vivirlas, siendo todos los detalles que la adornan meras reconstrucciones más o menos inspiradas que aceptamos como fiel calco de lo que un día fue la realidad.

Olvidamos la mayoría de las cosas, las fechas y los cómos y porqués. Pero se quedan con nosotros, de forma muchas veces caprichosa, las emociones que sentimos sacudirnos por dentro, que se colaron dentro de nuestra vida e hicieron suyo un pequeño hueco en la memoria.

Alrededor de esa sensación, esa pequeña y poderosa chispa esencial grabada a fuego dentro de nosotros, construimos una historia.

Y esta es la mía, sobre una simple e inolvidable canción de otoño.

         

jueves, 19 de marzo de 2020

Conjugaciones superlativas del verbo "querer"

Cuando mi padre tenía la edad que tengo ahora, yo ya andaba por este mundo.

Esta es mi foto favorita de todas las que guardo con mi padre, una de las que más vuelvo a visitar año a año en su cumpleaños o en fechas como la de hoy. En esta foto éramos tres ya (los otros tres que van detrás deben odiarme por preferir esta foto a otras en las que ya estamos todos). Calculo que aquí mi padre debía rondar los treinta y tres, apenas dos o tres más de los que tengo yo ahora.



Este texto podría ir de enumerar y admirar las innumerables virtudes que adornan a Juanma González senior, pero lo cierto es que este 19 de Marzo, San José, día del padre que celebro en la distancia de la cuarentena, estoy sentado en la a ratos exasperante soledad de mi piso madrileño reflexionando sobre cosas que creo que van más allá.

Admiro a mi padre. Él es, a pesar de todas las diferencias de punto de vista, a pesar de todas las manías que pueda tener (y que empiezo a temer que heredaré inevitablemente con los años) el hombre al que más admiro en mi vida.  Y en los últimos tiempos esa profunda admiración que le profeso ha cobrado nuevas dimensiones, nuevas perspectivas. Y quizá todo se deba, simplemente, al hecho que he subrayado al principio de estas líneas.

Perspectiva. Supongo que cuando mi padre tenía 31 años no se permitió el lujo de dedicarse a la moderna y quizá sobrevalorada idea de encontrarse a sí mismo, viajar, disfrutar de los placeres de una vida sin más preocupaciones que crecer profesionalmente y calibrar el pulso de la vida. Como si por delante hubiera una cantidad infinita de tiempo para hacer todo lo demás, para posponer las decisiones importantes que los seres humanos han estado asumiendo con naturalidad a lo largo de los siglos.

No, mi padre salió del pueblo por una carambola cósmica a los diecisiete años, llegó a Madrid a estudiar duro y con la firme promesa por parte de sus padres (a la sazón mis abuelos) de que un suspenso suponía tarjeta roja directa. Se diplomó, se licenció, cumplió con sus obligaciones militares y aún tuvo tiempo para labrarse una merecida reputación como bailongo, alma de la fiesta y killer en los tapetes de mus.

Mi padre llegó a la recta final de la veintena al mismo tiempo que se trasladó a Valencia. Allí, mediante técnicas de seducción poco ortodoxas logró, no sin persistencia, enamorar a mi madre. El resto, como suele decirse, es historia. Pero déjenme que hurgue un poquito en esta historia en concreto.

En algún momento de aquellos años mi padre, sin demasiada información para el usuario y ninguna garantía, decidió dar un salto de fe. En menos de dos años, él y mi madre me tendrían a mí. Tres años más y vendrían Kike y Jorge, y mi padre estaría desempeñando sus funciones como incansable Rocinante por los pasillos de nuestro primer hogar. Siete años después de eso (que se dice pronto) la tropa estaba completa con Carlos, Javier y María.  Y les aseguro que tener seis hijos, un perro, un gato y una roomba no era algo que mi padre hubiese planificado ni deseado toda la vida. Y ni siquiera estoy mencionando a la mitad de la fauna que ha pasado por casa. No, todo eso vino después, con mi madre. Y todo porque él y mi madre quisieron, por suerte en medidas similares. Y han seguido queriendo a lo largo de los últimos treinta y dos años.

Porque querer no es difícil, al menos al principio. Todo el mundo quiere algo y supongo que hoy uno de nuestros problemas como sociedad es que confundimos "querer" con "desear". Pero para vivir y sostener determinadas vidas el deseo se queda muy corto y se hace imprescindible querer. Porque querer es un verbo de la voluntad, no del deseo ni de la emoción, tan voluble y cambiante con el devenir de los años y las dificultades.

Mi padre tuvo que querer a mi madre y ha elegido seguir queriéndola hasta hoy. Por suerte para todos, mi madre decidió y decide quererle también. Ambos han elegido todos los días, no el mantener un salto de fé en caída libre, sino proseguir un vuelo que durante todo el trayecto debe pilotarse entre dos, con los retos que ello conlleva.

Ese es mi punto. Ahí es a donde quería llegar. El día del Padre que celebramos en mi casa es la historia de un salto que levantó el vuelo y que se ha venido pilotando entre dos. Hoy me centro en uno de ellos, porque el día manda, pero qué duda cabe de que los triunfos de todos nosotros son mérito indiscutible de ellos dos.

Yo, a mis treinta y un años que aún a veces se me hacen ajenos, creo que querer de esa forma tan consistente, valiente y estoica es realmente difícil y que no es apta para todos. No sé si lo será para mí, pero créanme que espero que de todas las cosas que heredo de mi padre, querer como él lo hace esté incluido en el pack.

Y como la foto que da motivo a estas reflexiones tiene un inequívoco estilo "cowboy" y a mi padre le encanta el country, creo que es justo y necesario que esta entrada termine con esto:

miércoles, 18 de marzo de 2020

Old Fashioned

El fuego crepitaba en el hogar proyectando brillos y sombras por las paredes revestidas todas de madera noble. La estancia era grande, pero con la única iluminación de las cálidas y fantasmagóricas llamas que danzaban iluminándola de forma irregular la ilusión de que esta era mucho mayor era perfecta.

Aquel lugar parecía estar detenido en el tiempo: tenía un aire señorial venido a menos y aún así exhibía su decadente riqueza en forma de interminables estanterías repletas de libros, vitrinas con objetos de lo más extraños y enormes alfombras cubriendo el suelo casi por completo. Un viejo escudo de armas y tres viejas escopetas, una debajo de la anterior, colgaban encima de la chimenea.


En medio de la habitación, simétricamente situados a sendos lados de una pequeña mesa de servicio y encarando la chimenea, se alzaba un sillón de respaldo alto y otro bajo. Sentado en el segundo, a la derecha de la escena, un hombre joven de cabello azabache se mesaba una barba escasa que arrojaba curiosos destellos rojizos. El hombre parecía absorto, con los ojos perdidos en el bailoteo de las lenguas de fuego. 


- Nos vamos a la mierda -dijo una voz grave en algún lugar de la habitación. El hombre sentado salió de su ensimismamiento parpadeando varias veces, buscando con la mirada el origen de aquella voz. A su izquierda, en el extremo casi opuesto de la habitación, tras una barra de madera repleta de botellas de cristal casi vacías, un hombre alto de anchos hombros armado con un mortero se afanaba en machacar un terrón de azúcar dentro de un pomposo vaso ancho de cristal.

- No sé, Ray. ¿Sentencias?¿Propones? No me ha quedado claro -dijo el hombre sentado reincorporándose sobre su asiento- ¿te refieres al jaleo de ahí afuera?

- Dios, no. Mucho peor: nos estamos quedando sin bourbon -contestó Ray negando con la cabeza mientras machacaba otro terrón de azúcar en un segundo vaso igual al primero- ¡Sin bourbon, Nick!¿Puede ponerse peor la cosa?

Nick se rió apretando los dientes en su asiento. Una de las cosas que a Ray se le daba aún mejor que preparar un buen Old Fashioned era coquetear con las hipérboles. En realidad, Ray era un personaje de multitud de virtudes y quizá un solo defecto: era un cenizo irredento. Pero hasta ese defecto sabía convertirlo en una entrañable seña de identidad. 

Su amigo siempre se le antojaba como un cowboy  escapado de una valla publicitaria de Marlboro, de pelo lustroso perfectamente peinado y perilla a lo Búfalo Bill. Debajo de esa imagen de galán pasota, Ray era una enciclopedia de conocimientos y referencias que a Nick siempre le hacían preguntarse cómo era posible que un ser humano supiera todo aquello. Ray era, en definitiva, uno de los seres humanos más singulares que Nick había conocido, y a la postre, uno de los que más apreciaba.

- Viviremos, ya lo verás -repuso Nick mirando de nuevo el fuego- sobre todo tú. Tengo la teoría de que eres inmortal.

Una risa estridente y sarcástica se dejó escuchar dos veces en la habitación, seguida de dos ligeros gorgoteos. Nick adivinó que aquello debían ser los dos chorros de agua con gas de rigor sobre los terrones machacados y aderezados con unas gotas de angostura. A continuación Ray elegiría el mejor bourbon que quedase en la reserva -Bulleit, jugó a aventurar Nick- y suministraría dos generosos chorros a cada vaso. Después el hielo y por último, su frivolité favorita: una corteza de naranja, debidamente exprimida y pasada por una cerilla para darle el toque ahumado. Et voilà.

Ni bien había hecho aquél repaso mental de aquel ritual en su cabeza, Nick se giró al escuchar el característico tintineo de los hielos al chocar contra el cristal: Ray había terminado y se acercaba con el fruto de sus esfuerzos, un vaso en cada mano. Al llegar al sillón que le correspondía, le tendió uno de los dos cócteles a Nick y este lo cogió, haciendo un gesto de brindis con él.

- ¡L'chaim! -exclamó Ray. No era verdaderamente judío, pero como una vez había explicado a Nick, sentía una mezcla de admiración y respeto por ellos, como él decía, "por los eones de puteo que han sufrido" y con los que Ray se sentía identificado. Sea como fuere, se había convertido costumbre entre ellos brindar en yiddish y para Nick esa era una de esas tradiciones absurdas con las que se había encariñado.
- L'chaim -brindó Nick de vuelta. Chocaron sus vasos y bebieron. El silencio siguiente solo era prueba de lo satisfactorio de ese primer sorbo. 

En eso consistía la velada, en ese curioso ritual con el bourbon como aparente protagonista al que seguían interminables referencias de cine e improbables imitaciones, en recuerdos que se empezaban a amontonar, en música y en futuros probables y alternativos. Confesiones, confidencias, consejos que se piden y que se callan. En aquellos momentos había sitio para todo tipo de temas y cada uno los exponía a su manera: Ray dominaba el lenguaje de la épica cansada de los antihéroes de cine resignados que parecía encarnar y Nick se dejaba estar en paz, fuera lo que fuera en cada ocasión, porque en el espacio entre aquellos vasos de bourbon se sentía cómodo y contento, como se siente uno en las buenas compañías que saben añejas, aunque no sean las más maduras ni las más antiguas.

Los vasos fueron aguándose con el paso de las palabras y las risas. No importaba, en realidad ninguno pensaba que aquello fuese sobre whiskey. Aquello, pensaba Nick, iba sobre poder disfrutar de una de esas amistades que la vida te pone delante de forma tardía, sin esperarlo. Sobre las extrañas y entrañables conexiones que se dan cuando dos idiotas descubren que tienen una idiotez muy parecida.  Sobre disfrutar de esas pequeñas cosas que importan aún cuando no exista en realidad habitación señorial, barra, chimenea, hoguera ni alfombras. Aunque todo el escenario descrito sea solo una fantasía en la cabeza de uno de sus protagonistas, encerrado por avatares de la vida en una  estancia mucho menos llamativa.

La escena, en fin, va sobre las cosas que seguirían siendo valiosas y dignas de atesorarse aunque se agotase todo el bourbon del mundo.







sábado, 14 de marzo de 2020

Encuentro en Samarra

Había una vez un mercader en el famoso mercado de Bagdad. 

Un día vio a un desconocido mirándole con sorpresa y el mercader supo que ese desconocido era la Muerte. Pálido y temblando, el mercader huyó del mercado y viajó muchas, muchas millas hasta la ciudad de Samarra, pues estaba seguro de que la Muerte no podría encontrarle allí. Pero cuando por fin llegó a Samarra el mercader vio que lo esperaba la siniestra figura de la Muerte. 

- Muy bien -dijo el mercader- Me rindo. Soy tuyo. Pero dime por qué me miraste sorprendido esta mañana en Bagdad.
- Porque -dijo la Muerte- tenía una cita contigo esta noche aquí, en Samarra.

¿Cuándo el sendero que caminamos se cierra en torno a nuestros pies?
¿Cuándo el camino se convierte en un rio con un solo destino posible?
La muerte nos espera a todos en Samarra.
Pero... ¿puede Samarra ser evitada?

(Extraído del capítulo "The Six Thatchers" de la serie Sherlock)

viernes, 13 de marzo de 2020

Sobre el control


Hace apenas una semana todo parecía bajo control. No solo para mí, supongo que para la inmensa mayoría de la gente. Pero por tenerlo más conocido, déjenme que hable de mi caso particular.

Personalmente, estaba recién mudado de vuelta a Madrid, en el barrio en el que siempre quise vivir, en un piso que me encanta. Mucho aprendizaje, mucho autodescubrimiento, muchas ganas de crecer como persona.

Profesionalmente, un buen comienzo del año y unas expectativas muy positivas: un espectáculo en auge en un pequeño de teatro del centro de Madrid, contrataciones que se amontonan en el calendario.

Una familia que me quiere, unos amigos que me apoyan, algo de dinero en el banco, muchas ilusiones y muchas ganas de que 2020 fuera un año un poco mejor que sus predecesores.

Y de pronto, sucede. Todo gira muy rápido. Podría haber sido un accidente, podría haber sido algún problema serio de salud. Pero en este caso, solo fue una pandemia mundial sin precedentes en este mundo globalizado del S.XXI.

Los teatros cierran, las contrataciones que había empiezan a desaparecer una a una. Las de este mes, las del siguiente. Los proyectos inmediatos empiezan a verse comprometidos por la nueva situación. Cuarentena, arresto domiciliario generalizado. Lejos de la familia, de los amigos de toda la vida. Incluso de tu puñado de incondicionales aquí en Madrid. No sabes cuándo volverás a trabajar ni a ganar dinero. No sabes qué clase de decisiones tendrás que tomar, porque no sabes cuánto durará la situación ni si empeorará. Todo es posible.

Solemos dar por hecho que tenemos nuestras vidas más o menos bajo control. Pero eso no existe: el control sobre nuestras vidas, al que las comodidades y avances de este siglo nos han acostumbrado son una quimera, una ilusión. Nuestros ancestros lo sabían bien, pero nosotros lo hemos olvidado.

¿Qué podemos controlar en nuestra vida? Podemos programar nuestra televisión, trastear con nuestros gadgets que hace no mucho nos hubieran parecido de ciencia ficción. Podemos decidir a qué hora comemos, o a la que nos vamos a dormir. 

¿Y qué hay de cosas un poco menos mundanas?¿Qué certezas tenemos? Podemos confiar en que las leyes físicas seguirán siendo las mismas y en que algún día, todos esperamos que más tarde que pronto, moriremos. Pero hoy, allá afuera, en esta ciudad que ha enmudecido, cada día más gente ha recibido la visita de la parca mucho antes de lo que hubiera deseado.

No, no tenemos apenas control sobre el devenir de la vida. Podemos aprender a atemperar nuestra voluntad y a volvernos flexibles, aprender a adaptarnos a cada nuevo giro del destino. Podemos forjar un carácter estoico. Podemos aprender a anticiparnos a las circunstancias, a no pensar que la vida y sus cosas seguirán una trayectoria predecible y uniforme.

Y sobre todo, podemos aprender a valorar las cosas realmente importantes. Porque no importa lo fastidioso que haya sido este golpe inesperado: lo cierto es que sigo teniendo una familia que me quiere y unos amigos que me apoyan. Aún me queda salud y el dinero se irá y volverá sin que eso deba hacer mella en mi ánimo o mi capacidad de sonreír.

Porque hasta este golpe que a ratos se me antoja duro es en realidad más amable de lo que la vida podría haberme puesto en el camino: si este es lo suficientemente largo, seguramente todos tendremos que vérnoslas con retos mucho más difíciles.

Quizá sea hora de soltar esa ilusoria idea del control sobre nuestras vidas, de pensar demasiado en un futuro nebuloso e incierto. Porque, suene o no a tópico, lo único cierto es hoy.

Y hoy aún puedo escribir, aún puedo decir a los míos que los quiero y todavía puedo escuchar una canción que me caliente un poco esta soledad que no parece tener fecha de caducidad.


jueves, 12 de marzo de 2020

Maldita Invasión

Las noticias sobre la pandemia del Coronavirus en España son más y más alarmantes. Los rumores se disparan, se advierten los primeros síntomas del pánico y la histeria colectiva. Todo parece precipitarse a un escenario desconocido para todos que no se prever ni predecir.

Y mientras allá afuera hay gente que empieza a cargar con más papel higiénico y comida de la que puede consumir, mientras las redes sociales se incendian con los enfados de siempre disfrazados de una piel nueva, yo recupero una canción que me fascinó desde la primera vez que la escuché.

Merece la pena que no diga más y os deje escucharla.

martes, 10 de marzo de 2020

El Amor en los tiempos del Coronavirus

Pocos lo vieron venir, y esos pocos fueron tachados de exagerados, locos, agoreros. Pero llegó, se extendió y hoy vivimos una situación que no ha hecho más que empezar en la que todo apunta que la crisis empeorará rápidamente y de la que es muy difícil predecir unos tiempos claros. Mucho menos un final.

Hace pocos días leí en Twitter a la periodista Lucía Tolosa mencionar el interesante crossover "El Amor en los Tiempos de Coronavirus". Desde entonces el título me da vueltas en la cabeza, y lo curioso es que también he visto utilizarlo a otras personas desde entonces.

En la célebre novela "El Amor en los Tiempos del Cólera" de Gabriel García Márquez, Florentino Ariza se enamora de Fermina Daza y a través de más de cincuenta largos años y distancias continentales le profesa un amor irracional e imborrable. Durante todo ese tiempo se mantienen separados por las circunstancias y avatares de la vida y él seduce a una mujer tras otra sin quitarse nunca de sus adentros a Fermina, ni siquiera cuando realmente parece que quiere hacerlo.

La conexión con el improbable remake que da título a estas líneas vino cuando buceando en mis redes sociales en las primeras horas nocturnas de este encierro forzoso he ido a darme cuenta de todas las conexiones que realizamos a diario. Yo y tú. Casi todos los que tenemos una cuenta de Instagram, Twitter o Whatsapp. Interacciones a golpe de dedo, corazones de ilimitado suministro, emoticonos para todas las situaciones. Todas las opciones que la tecnología puede proporcionar para hacernos sentir que estamos cerca de alguien, sin apenas nada del calor que realmente necesitamos dar y recibir.

Qué curioso que en el mundo de las conexiones continuas y sempiternas, omnipresentes y aparentemente inevitables lo que más vayamos a echar de menos en estos tiempos inciertos es sentir una conexión real que nos haga sentir que aún estamos vivos y que siempre merece la pena. Tocarnos, abrazarnos, besarnos. Escucharnos, hablarnos. Reírnos. Descubrirnos o volvernos a conocer cara a cara en la pasada de moda vida real.

Y así podemos pasarnos los años, engañándonos sin verlo, de conexión nueva tras conexión nueva, de interacción caduca en interacción caduca, dándoles prioridad a esas innocuas y repetidas relaciones de sustitución fácil. A veces, porque no soportamos estar a solas con nosotros mismos; muchas veces porque simplemente es fácil e inofensivo; a veces, porque realmente creemos que la respuesta consiste en huir hacia adelante. A menudo porque la realidad nos agobia. Y otras veces, porque nos da miedo enfrentar ese doliente palpitar que se mantiene muy adentro. Adormecido, pero vivo.

El antídoto a este mal... ojalá lo conociera. Quizá ni siquiera enfrentarnos al espejo o al pasado sea la solución mágica. Pero seguro que hacerlo tampoco nos haría ningún mal.

Tengo fé en que tras los largos días de encierro y las interminables horas muertas con un brillo azul golpeándonos las caras, despertaremos como nunca antes a la realidad. Me hace ilusión pensar que cuando se abran las puertas, los parques y los bares, la gente correrá afuera a abrazarse, sentirse y sumergirse en la mirada de otra persona: un padre, una madre, un amigo, una amante. Quizá alguien que no esperaba. Y que habrá muchos reencuentros y muchos nuevos comienzos que se convertirán en historias inolvidables para muchos.

Y no me digan que de existir el dichoso e improbable remake este no sería un buen final.