sábado, 31 de octubre de 2020

Saint Swithin's Day

Hace años incorporé a mi vida una frase de Oscar Wilde que decía: "Lo único capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace, es el orgullo que le proporciona hacerlas."

Yo siento ese orgullo en las estupideces que cometo. Quizá porque son muy mías, tanto que incluso podría predecir que voy a cometerlas. Ciertas estupideces, sobre todo si me sale del corazón hacerlas, me dejan un sabor dulce en la boca. Puede que haga una mueca al recordarlas algún día. "Qué corte", vendría a decir. O "qué idiota eres". Tal vez "menudo pringado". Pero me reconoceré en esas estupideces porque me conectan con mi parte más vulnerable, más inocente, más... puede que la palabra sea ingenuo. Y en los momentos que importan, aún encuentro cierto orgullo en sentirme así.

Es parte de mi esencia, y la esencia no puede cambiarse. Y parte de la mía es hacer algunas estupideces bienintencionadas; o esperar lo mejor de las personas; o emocionarme con unas notas y una historia; o escribir palabras como quien predica en el desierto; o aprender muy... muy... muy... lento.


viernes, 30 de octubre de 2020

Añoranzas

Echo de menos hacerla reír. Ver cómo se le cierran los ojillos y se desdibuja el hoyuelo de su barbilla, escuchar esa risa tan suya. En esos momentos sabía que era ella, brillando en una carcajada.

Echo de menos verla desatarse en un escenario y cantar, poner todas esas caras tan graciosas mientras se mueve como la reina del soul, del rock, del blues, de toda la música. Echo de menos esas miradas cómplices que se le solían escapar, da igual todo lo que haya pasado entre entonces y ahora.

Echo de menos hablar con ella. Lo echo mucho de menos. Echo de menos las conversaciones que no tenían más que el aquí y el ahora, cuando podíamos decir lo que pensábamos sin reservas. Echo de menos sorprenderme en temas que nunca creí que hablaría, enredarnos horas y horas sin darnos cuenta. Echo de menos escucharla hablar de las cosas que le apasionan, planear las cosas más lejanas y bonitas, sentirla ilusionada. 

Echo de menos apuntar a un huevo ridículo con armas imposibles en una pantalla de ordenador y sentir su entusiasmo al ganarme y su rabia al perder. Echo de menos jugar con ella al ajedrez y que me ponga en apuros. Pensaba que llegaría a ganarme todas las partidas.

Echo de menos que se metiese conmigo por mi poca creatividad en la cocina. Echo de menos verla queriendo enseñarme, extraño cocinar cosas nuevas con ella. Echo de menos su pasta a la boloñesa, que a veces, sin éxito, trato de recrear.

Echo de menos llevarla detrás, abrazada a mí en la moto y que me recuerde que se sabe mil veces mejor que yo las reglas de circulación. Que me recuerde que, bueno, que puedo pasarme un poquito de cincuenta en poblado pero que setenta es demasiado. 

Echo de menos planear viajes de carretera y que ella ponga la música mientras yo conduzco. Echo de menos que me enseñe los temas que le emocionan, aunque a mi no me digan tanto. Echo de menos sentir ese entusiasmo suyo por hacerme partícipe de su mundo interior, aunque la canción no consiguiese llegarme. Tengo una lista de reproducción que me recuerda que esas veces eran las que menos.

Echo de menos su carilla de sorpresa si la iba a buscar de improviso o si le llevaba una barra de chocolate blanco. Echo de menos la cada vez más difícil búsqueda de Conguitos Blancos para provocar esos ojos desorbitándose y la curva de sus labios explotar en una sonrisa. Qué barato me salía.

Echo de menos ver una serie o una película con ella, apretada contra mí o en la distancia, enganchados a historias de amor a través de los siglos o a la investigación del más brillante detective. Echo de menos intentar engancharnos a una serie nueva. Echo de menos ver con ella esas sitcoms que ella pensaba que no me gustaban, pero que para mi eran más de lo que ella podía suponer. Echo de menos reírme por dentro cuando ella decía todos los diálogos de una película de Disney al ritmo de los personajes.

Echo de menos verla preocupada por cómo sería su casa perfecta, por tener claros los detalles, por asegurar las variables. ¿Dónde será?¿Cómo será?. Echo de menos no entender sus agobios por todos los detalles del futuro que no podemos controlar, echo de menos tratar de tranquilizarla. Sobre todo echo de menos cuando lo conseguía. 

Echo tanto de menos sentirla feliz, escucharla llamarme "Juanmita" o cuando el único objetivo importante en el calendario era querernos. Extraño ser parte de su vida, su mano apretando la mía por debajo de la mesa y aquel extraño y precioso privilegio de poder estar en los momentos malos, sentir retumbar el corazón cuando me decía "nunca lo olvidaré". Sentir esa sensación cálida y familiar al entrar en su casa; tener un abrazo suyo después de mis actuaciones. 

Echo de menos encontrarnos después de una discusión, darme cuenta, lento como yo solo, de cuándo me estaba equivocando. Es curioso, de todo eso lo único que no echo de menos es tener razón. Cuántas veces no era tan importante. Echo de menos poder pedir perdón y que ella pudiese perdonarme.

Echo de menos todo eso y tantas otras cosas que me guardo sólo para mí. Y está bien. No quiero ocultarlo, no quiero hacer como si esto no estuviese pasando. No quiero aparentar, no quiero esconder que existen estos deseos de cosas imposibles. Quisiera escribir canciones sobre estas y muchas otras cosas, pero de momento no parezco capaz más que de hilar prosas torpes, sin florituras ni metáforas. Unicamente consigo solos de palabras descarnadas. Qué pena que sea necesaria esta distancia y este silencio para darme cuenta de algunas cosas. Qué pena que haya que echar de menos. Sobre todo, quisiera no tener que echar de menos.

Así estoy, extrañando muy fuerte todo lo que fue con ella. Porque fue real y porque fui feliz. Claro que recuerdo todo lo que no echo de menos. Claro que sé que en mis manos solo estaba mi cincuenta por ciento. También sé que no la necesito para estar completo, aunque a veces sienta que no me será posible. Sé que ella tampoco me necesita a mí: que será feliz, que seguirá su camino y sonreirá y cantará. Lo sé, lo sé. Sé lo que dicen los poetas sobre el olvido y también sé lo que dicen los expertos sobre las relaciones.

Ya no está a mi alcance. No puedo desandar lo andado. La respuesta, el camino, la vida... está delante de mí. Necesito paciencia y nunca fue lo mío, pero supongo que nunca es tarde para aprender a tenerla.  Mientras tanto acepto que sólo soy humano y que siento. Y me permito echar de menos. Siempre hay resignación en toda aceptación, ¿no?

Y después de un rato de añoranzas, puedo volver a sentir los pies en el suelo y recordar que hoy es hoy y que no hay nada más. El viaje sigue necesitando de mis pasos y aunque las huellas que añoro queden cada vez más lejos, las cosas que importaban siguen importando y todo lo que ella me regaló se queda conmigo. Las huellas que dejamos atrás ya no pueden volver a pisarse, pero de ellas podemos aprender a caminar mejor los pasos que tenemos por delante.

Allá adelante veo unas colinas. Veamos qué hay detrás.



















jueves, 29 de octubre de 2020

La Herencia del Lobo

Hoy me desperté temprano.
Hice algo que me aterraba.
También descubrí que Passenger tiene canciones nuevas y que aprenderé a cantarlas.
Toqué canciones que ya no podía volver a cantar.
Pude reírme y llorar en la misma película.
Volví a jugar con las cartas en las manos y me conté una historia distinta.
Conocí gente nueva y volví a hablar en Inglés.
Volví a disfrutar en el escenario.

Y así son los días. Hay días muy buenos. Pocos. También hay días malos. Por suerte, también pocos.
Y la mayoría son días normales. Como etapas de un viaje que no tiene más que los pasos que caminas. 
Sin espectaculares paisajes, sin grandes conversaciones, sin revelaciones grandiosas.
Solo los pasos que damos, en silencio.

Pero qué importantes son esos pasos insignificantes sin los cuales no habría viaje.

                                               

domingo, 25 de octubre de 2020

Sobre la lotería

En esta tarde de Domingo de titulares alarmantes, ya acabándose un año en que todo parece ir en contra, en que nada parece salir y en el que el destino en el que no creo parece más empeñado que nunca en darme la espalda, no puedo evitar un pensamiento que vuelve a retumbar en mi cabeza una y otra vez: tengo mucha suerte.

No se trata únicamente de que toda esta crisis sanitaria y económica de los últimos meses me haya respetado mi salud y la de los míos, o de que aún pueda hacer lo que me apasiona para ganarme la vida. No, todo esto viene de mucho antes.

Porque nací en el seno de una familia que me quería, en un rincón del mundo sin guerras ni hambrunas y en unos tiempos con unos niveles de bienestar y salud sin parangón en la historia de la humanidad. Durante mi infancia no solo no estuve solo, sino que cada vez estuve más y mejor acompañado: cinco hermanos a los que he visto crecer y convertirse en adultos sanos y felices.

Mis padres siempre han estado a mi lado, siempre me han apoyado y ayudado sin importar cuál fuera la locura que se me metiese entre ceja y ceja en cada momento de mi vida. Tuve el privilegio de poder equivocarme, mil veces mil veces, y su apoyo y su amor por mi creció de forma inversamente proporcional.

Pude disfrutar de mis abuelos muchos años y no he sufrido más pérdidas que las obliga el curso natural de la vida. Un ejercito de tios y primos ha estado tan cerca como la mayoría de personas tiene solo a sus parientes más cercanos.

Pude ir a un colegio y estudiar, siempre tuve libros a mi alrededor y tuve la suerte de ser feliz leyéndolos. Pude hacer deporte, correr, saltar, reír. Hice amigos en mis primeros años de vida que hoy todavía mantengo a mi lado. Aún puedo sentir que el tiempo con ellos vuela. Aún podemos vernos y reirnos de cuánto hemos cambiado y lo poco que cambian algunas cosas.

Siempre he tenido buena salud, nunca me ha pasado nada grave y mis experiencias en hospitales o médicos siempre han podido convertirse en esa anécdota graciosa que alguien cuenta una y otra vez cada Navidad. 

He amado y me han amado. Por mi vida ha pasado gente maravillosa, he compartido un trecho del camino con personas que me han cambiado para siempre, y siempre para mejor. Y aunque los caminos se hayan separado, su tiempo y su compañía me han regalado momentos inolvidables y lecciones sobre la vida y sobre mí mismo que no podría haber conocido yo solo. 

¿Y qué hay de este año? El trabajo se volatiliza, el dinero escasea, todo es incierto. El mundo parece hacerse más oscuro y parece a veces que los mejores tiempos que veremos son los que hemos dejado atrás. Mi ciudad y mi gente de siempre están lejos; la realidad se ha encargado de tirar por tierra muchos de los pájaros que gorjeaban felices en mis ilusiones más íntimas y queridas; el invierno se acerca y Madrid es más frío que nunca.

Y sin embargo Madrid cuenta también con gente que se empeña en estar ahí para mí. Gente que escucha y que me permite escucharles. Y si necesité llorar pude hacerlo acompañado, y si preferí hacerlo solo fue porque pude decidir; siempre pude hacerlo con el estómago lleno y tuve la posibilidad de que las lágrimas se mezclasen con el agua caliente de una buena ambientada por la música que me inspira. Las noches me las arropan una cama y un edredón y me las resguardan un techo y una puerta.

¿Y sabéis qué es lo mejor? No tengo que conformarme con todo esto: la vida aún me deja pedir más de lo que necesito de ella.

A veces solía fantasear con que gano la lotería. ¿Y sabéis? Hace un tiempo que he dejado de hacerlo. Veréis, la probabilidad de que te toque la Primitiva es muy remota: apenas una entre casi ciento cuarenta millones de posibilidades. Entonces, ¿cuál es la probabilidad de poder vivir treinta y dos años como los que yo he vivido? Me da igual lo cursi o manido que suene, lo cierto es que en días como hoy no puedo evitar sentir que a mi me toca la lotería todos los días.






miércoles, 21 de octubre de 2020

Carpe Diem

Desde hace un tiempo siento que el precio del tiempo ha subido. 

Este año fatídico me lo recuerda una y otra vez. De pronto, las aparentemente interminables horas del confinamiento son polvo y ha pasado casi ya medio año de que este terminó. Hace nada, diría que la semana pasada, cumplía treinta años con una vida completamente distinta. Los veintiséis y sus crisis me parecían cercanos ya entonces, y no me explicaba cómo podían haber pasado cuatro años así, como sin darme cuenta. 

Siento que el tiempo se acaba. Se acaba para todos, claro. Pero yo lo siento cada vez más intensamente, dentro de mi. Es como si a la alegre despreocupación de la veintena, donde siempre habría otro año para hacer algo, donde siempre había momentos para posponer o donde siempre habría otra oportunidad le hubiese sustituido la certeza de que este viaje que es la vida se acerca cada vez más, en el mejor de los casos, a un ecuador. 

Como todas las sensaciones e impresiones que nacen y crecen en mi cabeza, sé también que esta es una historia más que me cuento, de una forma muy personal, muy mía, quizá a veces demasiado dramática y tremendista. Y sé que no debo prestarle a mis pensamientos toda mi atención. En mi propia vida y reflejado unas líneas más arriba queda muy claro que las impresiones y los pensamientos que vienen de ellos son mutables, cambian conmigo y con el pasar de los años.

Pero lo cierto es que de pronto muchas cosas han dejado de tener importancia. Experiencias y formas de pasar el tiempo que di por supuesto que siempre me atraerían de pronto saben insípidas y vacías; compañías y gentes dejan de tener peso en mi vida y lo más importante: me aferro más que nunca a lo que sé que quiero. Y empiezo a notar que tengo menos resistencia de lo que creía a dejar ir lo que no.

Siento que estos días se ha instalado en mí una certeza, una obviedad: el tiempo es precioso y se escapa entre los dedos como agua de mar. Que vivir en el pasado es perderse el presente y empeñar así el futuro que no sabemos si llegaremos a tener. ¿Por qué preocuparme tanto entonces por las infinitas opciones que podrían o nunca podrían ser?

Sé lo que quiero hacer con mi vida. Y si todo va bien, aún tengo tiempo. Debo recordarme que no debo  desperdiciarlo.




lunes, 19 de octubre de 2020

Tango on

"- ¿Te gustaría aprender el tango, Donna?
 (...)
- Creo que tendría un poco de miedo...
- ¿Miedo de qué?
- Miedo de cometer un error.
- En el tango no hay errores, Donna. No es como en la vida. Es sencillo, eso es lo que hace que el tango sea genial: si cometes un error, si te haces un lío solo... sigue bailando."

El peso del diálogo lo lleva el Teniente Coronel Frank Slade, interpretado por Al Pacino, en la película "Esencia de mujer". 

El símil me parece sugerente y precioso. Pero no es cierto: en el tango, como en cualquier otra cosa en la vida, se cometen errores. Obviamente, los errores en la vida tienden a acarrear consecuencias más graves que un traspiés o que pisarle los pies a tu pareja de baile. Los del tango, además, suelen ser fruto de la inexperiencia o del proceso de aprendizaje. En la vida el motivo por el que se cometen errores comprende un abanico mucho más amplio y complejo.

Siempre he sido propenso a centrarme en el hecho de que he cometido un error. A analizarlo, darle vueltas, pensarlo, re-pensarlo, fustigarme por ello. Curiosamente, esa actitud no solo me hace cometer más errores sino que en caso de no cometer más inmediatamente, sí me hace la vida muy amarga a veces.

Quizá por eso y porque siempre creí que es verdad eso de que los artistas mienten para contar la verdad, quiero creer que es cierto que como en el tango, tras cometer un error en la vida no queda sino seguir bailando. Engancharse al siguiente compás con pie seguro y sin dudar, sin pensar demasiado en el error que se ha cometido: aprendiendo de él, incorporándolo al acervo de la experiencia, librándonos del miedo a volver a cometerlo. 

Sólo relajarse. Sentir la música. Dejar que el cuerpo aprenda con ella. Y bailar.






jueves, 15 de octubre de 2020

Standing Man

A menudo he escuchado que en el colegio te enseñan y que es en tu casa, en tu familia, donde te educan. No puedo estar más contento y orgulloso de la educación que recibí de mis padres, pero siempre he creído que una parte irreductible de quién soy se forjó con las historias que leí, la música que escuché y el cine que vi. Supongo que no soy el único a quien le pasa, ¿verdad?

Me apasionan las historias y más aún sus personajes inolvidables. Creo que tienen la capacidad de quedarse a vivir en algún rincón muy dentro de tu mente. Sé que Peter Pan, Simba, Aladdín, Bert y Quasimodo se colaron aquí adentro cuando yo era muy pequeño. Más adelante se mudarían a mi imaginario personal Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Edmundo Dantés, André-Louis Moreau o Diego Alatriste. Después de una década de personajes de novelas vino otra que me trajo a mis personajes de cine y series: Patrick Jane, Neal Caffrey, Harvey Specter o Rust Cohle. Son muchos, quizá un par de decenas en total, los personajes que dejaron una huella muy profunda en mi vida y cuyas virtudes he tratado de hacer mías. Es probable que sin darme cuenta heredara también de ellos una buena colección de defectos.

En 2015 se estrenó El Puente de los Espías, de Steven Spielberg. La vi tarde, fuera de la temporada de premios de ese año. Una noche, solo en mi cama de entonces. No podía imaginar cuando empecé a ver esa película que iba a significar tanto para mí. Puede que no sea una de las obras maestras de Spielberg, pero para mí es seguro una de sus obras más significativas.

Y todo por Rudolf Abel, el personaje interpretado de una forma maravillosa por Mark Rylance. Un hombre sencillo, estoico y leal; un personaje que al contrario que muchos otros de los que admiré a lo largo de mi vida no tenía capacidades especiales, ni una mente brillante, ni una actitud antiheróica y molona ante la vida: Rudolf Abel sólo era un hombre bueno.

De entre todas sus escenas, una en particular se clavó en mi mente y traspasó mi alma. No entiendo bien por qué y nunca he perdido el tiempo en buscar una explicación, pero aunque sólo habré visto la película tres o cuatro veces, esta escena en particular la he visto centenares de veces. 

No exagero y tampoco miento si digo que he vuelto a esta escena en las situaciones más extrañas, atípicas y rocambolescas. En momentos intensos de soledad, dolor o pérdida he sentido que lo que necesitaba era buscar la escena en youtube y ponerme los cascos para ver la escena. Casi mágicamente, esta siempre ha actuado como una especie de catarsis balsámico. Y no me importa reconocer que casi todas las veces que he visto la escena mis ojos se han inundado y algo muy poderoso ha golpeado mi pecho por dentro.

Esta escena es una de esas cosas que no me animo a describir con palabras. Por un lado porque creo que no sabría hacerle justicia con ellas y por otro porque he aprendido que es muy difícil que otro ser humano sienta lo mismo que yo ante algo que a mi me deja subyugado. Por eso la dejo aquí, como uno más de mis mensajes en una botella, con la esperanza de quizá alguien la recoja.

Mark Rylance ganó el Oscar a mejor Actor de Reparto por su papel de Rudolf Abel y tengo la íntima certeza de que fue a raíz de su magistral interpretación en esta escena.


 



lunes, 12 de octubre de 2020

Si se callase el ruido

 Silencio.

Nada de música, nada de ruido. Ni siquiera el sonido apagado de la calle a través de las ventanas cerradas. Puede llegar a ser atronador. ¿Qué pasa cuando callas todo a tu alrededor?¿Qué pasa cuando las distracciones habituales del día a día se han apagado?¿Qué hay cuando te quedas a solas contigo mismo?

La mayoría de las veces, el silencio es eso que tratamos de llenar con cosas. Un hueco en el tiempo y el espacio que hay quien tilda de improductivo, hay quien lo pinta de incomodidad y hay quien necesita llenarlo a cualquier precio.

Yo he hecho las tres cosas. No siempre, claro. También hay momentos en los que me he entregado a él. Lo justo para descubrir que el silencio absoluto no existe, y que cuando callas todo lo de afuera aquí adentro empieza a escucharse algo.

Es como una vocecilla que siempre habla pero que rara vez puede ser escuchada. Los planes, las cosas que deberían ser, las que hay que hacer, las distracciones, las redes sociales. La necesidad constante de estar haciendo algo, o de no pensar en nada porque es demasiado agotador. Entre esos sonidos y estridencias, la vocecilla habla bajito, paciente. No puedes acallarla, porque para empezar rara vez aceptas que está ahí, y si llegas a intuirla, decides ignorarla.

Esa voz bajita eres tú mismo. Tu instinto, tu experiencia de vida. Tu cuerpo y quizá tu alma pidiéndote que no te pierdas de vista, que te escuches, que estás aquí, ahora y que hay cosas importantes a las que no estás prestando atención. Que debajo de todas las cosas que tu cabeza o tus sentidos quieren o dicen querer, hay otras necesidades importantes.

La mía es una voz amable. Si se calla el ruido puedo escucharla. Es buena conmigo y solo intenta que yo también lo sea. Me dice que no soy perfecto y que no necesito serlo. Que a veces no hago las cosas bien. Que a veces me comporto de forma egoista, que muchas veces estoy demasiado centrado en mi ruido como para conectar con lo que está pasando ahí fuera. Y que no pasa nada, solo tengo que aprender a ser más consciente. Encontrar el equilibrio. Cada día un poco mejor.

Me dice que respire, que un paso cada vez, que los futuros en los que me desespero no existen más que en mi cabeza. Que estoy aquí, que sienta el suelo bajo mis pies, que sienta mi corazón latir y mi respiración inundarme. Que casi nada tiene tanta importancia. Que hay cosas que sí y que son cómo son, y que desesperarse porque no son como yo quisiera es una batalla perdida de antemano. Y que ya vale de batallas.

También me recuerda que el tiempo no es infinito y que nadie sabe cuánto tengo a mi disposición. Que hoy es una oportunidad y que no tiene porque ser un día bonito, ni sentirme bien todo el rato. Que la felicidad no es una persona, ni una casa en el campo ni ese premio ni esa cuenta bancaria llena de ceros. Que es una forma de ver la vida y no esos chutes de dopamina a los que soy tan sensible y vulnerable. Que es un camino lleno de valles idílicos y picos escarpados, de llanuras interminables y caminos oscuros. Y que está bien. Que no trate de aminorar en unos y acelerar en otros. Que disfrute de los trechos que me hagan feliz y aprenda todo lo que pueda de los más duros.

Y me dice que perdonar y perdonarme van de la mano. Que el amor empieza por uno mismo y que no se puede dar lo que no se tiene. Que aún queda mucho por aprender, que nunca se terminará y que no pasa nada. Que querer ser el mejor, el que más, el que menos, el que siempre o el que nunca es natural en mí. Pero que no es por ahí.

Y tras el silencio, tras la callada conversación, ahora sí. 

Música.





domingo, 11 de octubre de 2020

El mejor regalo de cumpleaños del mundo

 Es una guitarra preciosa. De cuerpo rojo tipo Stratocaster con golpeador blanco. Mástil de madera oscura, proveniente de una rara madera que sólo existe en Brasil. Las pastillas son nuevas, los reguladores viejos y desiguales. Está construida por alguien que adora la misma música que yo, y es la guitarra que he soñado con tener desde que tenía catorce años.

Y ahora está aquí, en mi cama. Suave al tacto, de cuerdas nuevas, flexibles y cómodas. La tensión perfecta, el sonido brillante, clásico. Tiene dormidos cientos de riffs y solos que deberán sonar al aire en algún momento. Es el deseo que no ha caducado de un adolescente que ahora la abraza como si fuera más que la guitarra de sus sueños.

Porque lo es. Es más que el mejor regalo de cumpleaños de la historia. Es más que la guitarra más anhelada o la más bonita. 

También es el recuerdo de que la música es el alimento del amor y que quizá en parte dejamos de ser porque dejamos de darle ese sustento al nuestro. La prueba de que "no hay dos sin tres" puede ser solo una frase, o también una realidad que quizá no deba ser. El recordatorio lacerante de que quisiste darlo todo por verme feliz, contra viento, marea y probabilidades. De que me quisiste lo mejor que supiste y de que intentaste hacerlo mejor.

La tendré para siempre, como me hubiera gustado que tú me tuvieras a mí cada mañana. Pero siento que me desprendería de ella si supiera a ciencia cierta que dejándo marchar a la guitarra de mis sueños tendríamos la oportunidad de reencontrarnos en el camino tu y yo; la oportunidad de querernos tan bien como se nos dio enamorarnos.






viernes, 9 de octubre de 2020

Hoy estoy triste

Hoy estoy triste. 

Es una tristeza difícil de explicar. No es una tristeza angustiosa, dramática. No hay lágrimas. No siento que un abismo insondable se abra ante mí, no siento que nunca vaya a volver a sentirme plenamente feliz. Puede que en los días pasados haya habido un poco de eso, pero hoy no. 

La de hoy es una tristeza calmada, sin artificios. No se retroalimenta de mi lista de reproducción más lacrimógena, ni de ninguna empalagosa y angustiosa autocompasión.

No, solo estoy triste. Miro por la ventana y el brillo del sol parece gris y frío. Cualquier lugar fuera de mi habitación parece hostil. El rock de Marea que retumba en mis oídos es lo único que parece animarme a no estar bajo el edredón. 

Es una tristeza consciente, resignada incluso. Una que me anima a no ocultarla ni a disfrazarla de nada más. Estoy triste y está bien. No pasa nada. No durará para siempre, aunque ahora parezca que los segundos se eternizan resistiéndose a pasar. 

Hoy estoy triste y se muy bien que ese hueco que siento aquí dentro no puede llenarse con nada que venga de fuera. Lo he intentado a veces, quizá siempre. No funciona. Y he empezado a intuir que son el resto de cosas que están dentro de mí y que no son ese hueco las que encontrarán la forma, poco a poco, de llenar el vacío. A su debido tiempo. 



miércoles, 7 de octubre de 2020

Viento del Este

 ¿Cómo puede uno estar seguro de que la realidad que habita en su cabeza, la que cree palpar con la punta de sus dedos, no está equivocada? 

Supongo que es razonable que la brújula de cada uno nos haga escorar el rumbo unos cuantos grados a babor o a estribor, aquí y allá. Pero, ¿qué pasa cuando todo hace parecer que el rumbo está completamente perdido, que flotas a la deriva en un océano que ya no estar seguro de conocer?

Creo en la utilidad de vivir siempre con un cierto espacio para la duda metódica. Ponerse en duda, hacerse preguntas. Es sano dudar, mirar la brújula, preguntarte incluso si no estará desmagnetizada. Al fin y al cabo, si nuestra brújula está estropeada, ¿no nos convendría saberlo?

No vengo con estas palabras con ninguna respuesta, más bien con demasiadas preguntas. Tantas y tan inciertas que me abruman y me hacen cerrar los ojos y apretar los dientes fuerte.

Siento que la brújula ha fallado, que las cartas estaban equivocadas, que la tripulación se amotina y que el barco se hunde sin remedio. 

Pero no. No nos hundimos. Flotamos. Siento el viento del Este en la cara. El viento que trae las cosas inciertas que en el fondo ya conocemos. Quizá tal vez porque nos trae las cosas que están dentro de nosotros y que vuelven una y otra vez hasta que aprendemos la lección. 

Hoy no estoy seguro de todo lo que pasa por mi cabeza. No se en qué parte del rumbo me equivoqué, si mi realidad interna está completamente desajustada, si soy quién creo que soy, si soy cómo creo que soy o si es solo una figura que mi ego y mi psique han levantado para mayor autocomplacencia y menor conocimiento de lo que llamamos objetividad.

Pero cuando escucho el viento del Este hay algo aquí en el pecho que se despierta y se agita calmado. Una sensación cálida, familiar, que me hace sentir que hay cosas buenas aquí adentro. Y que quizá esas cosas buenas pueden sustituir a mi vieja y cascada brújula de los últimos tiempos.

                                           




martes, 6 de octubre de 2020

Nos graduamos el mismo día

                                      

Supongo que todos pensamos que nuestra madre es la mejor del mundo. Es natural. Pero a veces me pregunto si nuestras madres piensan también, de verdad, que sus hijos somos los mejores del mundo. 

En el caso de la mía, la protagonista de estas letras, se me antoja difícil: primero porque sus hijos somos muchos y por razones de aritmética básica es imposible que seamos todos los mejores. Segundo porque yo, que me gradué casualmente en el mismo segundo que ella en esto de ser madre e hijo, soy tan consciente de mis limitaciones como hijo que cualquier exclamación del tipo "eres el mejor del mundo" siempre se me hará extraña y por qué no decirlo, alejada de la realidad.

Pero con mi madre, Matilde Rosario por obra y gracia de un abuelito con más cara que espalda, la cosa no funciona así. Hace un tiempo que vengo rumiando cómo creo que funciona esto del amor materno filial para ella, co-fundadora de una familia numerosa de seis hijos, un perro y un gato. Y os adelanto que la aritmética, la razón o la lógica no tienen nada que decir en estos esquemas.

El otro día, en un divertido ataque de mamitis, discutía de broma con mi hermana María, la pequeña del clan, diciéndole que "a mi mamá me ha querido casi doce años más que a ti", porque esa es precisamente la edad que nos separa. Ella, sin amilanarse, contraargumentaba sosteniendo que "fíjate lo que me ha tenido que querer a mí para que con doce años menos de tiempo me quiera más a mí que a ti". Durísimas declaraciones. Tocado y hundido.

Mi madre, que escuchaba este duelo casi tierno, reía bajito. Creo que porque es madre y tiene un software que a nosotros no nos entra en el disco duro: sólo ella sabe cómo funciona eso de tener seis hijos, cada uno más raro y único que el siguiente y poder quererlos a cada uno el que más. A todos. A la vez. ¿Cómo se come eso?

Es una capacidad ciertamente sobrehumana, casi mágica, pero es cierta como la esfericidad de la Tierra: mamá nos quiere como mejor lo necesitamos cada uno, conociendo cómo somos, consciente de nuestras limitaciones y nuestras teclitas. Mamá nos quiere sin medida, sin que el peso de nuestros despistes, enfados, carencias o decepciones pueda hacer mella en su forma de querernos. 

Ella es exigente pero paciente, sabe ser dulce y comprensiva cuando más lo necesitamos. En su colegio tiene fama de ser  una dura Jefa de Estudios, pero siempre se ablanda con nosotros. Nos consuela en las derrotas y nos anima en las victorias. Da igual que nosotros podamos decepcionar muchas veces, ella nunca nos da por perdidos. A ninguno. Y somos seis. Y los que leéis estás líneas no sabéis lo cabezotas que podemos a llegar a ser. Pero ella, que espero que también esté leyendo, sí que lo sabe. Y no le pesa.

Ella me dio la vida al cincuenta por ciento y me trajo al mundo con un amor que no entiende de porcentajes. Ella me puso en la vida muchas cosas que hoy en día considero que forman parte de mi personalidad y forma de ser: el ajedrez; la música que el mundo hoy considera moñas, las zarzuelas que por algún motivo aún puedo tararear con letra y todo; Mafalda, el amor por el mar, las pelis Disney, los disfraces e infinidad de libros; miles de historias de su vida que nosotros no hemos podido vivir pero que me conozco como si hubiera estado allí. Pero estas y tantas otras cosas son solo la parte que resulta una anécdota graciosa y tierna.

Mamá me sigue regalando todo lo que es ella, todas sus ternuras y sus asperezas, toda su ayuda y su consejo, todos sus abrazos silenciosos. Con lo fácil que sería darse por vencido con mis rarezas y mis defectos. Con la facilidad con la que se me escapa la fe en todo algunos días, mamá nunca pierde la fe en mi. Ni en mí ni en ninguno de los que van detrás. Magia.

Hoy mamá cumple sesenta años que no le pegan en absoluto. Parecen más bien cincuenta y algo. No es que el que sea una mujer guapa y elegante sea importante para todo esto, pero oiga, si lo es hay que decirlo. 

Y a mí solo se me ocurre regalarle las dos cosas mejores que creo que tengo en mi haber: todo mi amor y estas palabras escritas por algunos años en internet, a la vista de todos, y en mi memoria hasta el día que me muera.

Te quiero, mamá.

                                    Mafalda y esta frase que siempre digo en mi cumpleaños también te las debo a ti.



viernes, 2 de octubre de 2020

Mensaje en una botella

Estas letras no hacen justicia al momento, porque están sobre un papel digital y brillante, blanco e inmaculado. 

Si estuvieran escritas sobre un papel de verdad, este estaría lleno de tachones, surcado de las arrugas que se hacen en un folio cuando lo haces una bola, hastiado y luego lo alisas e intentas seguir, lo vuelves a espachurrar, lo intentas de nuevo.

Si estuvieran escritas sobre un papel de verdad, el forense que le hiciera la autopsia encontraría tinta y sal.

Pero aunque este fuera un papel de verdad, las palabras escritas en él tampoco harían justicia al momento. No pueden capturar cómo se ha ido haciendo de noche en mi balcón; no pueden capturar las dimensiones del silencio, del frío o de la soledad de aquí adentro.

Para todo esto que me pasa por dentro no valen los tuits al aire, ni las publicaciones en ninguna red social, ni las letras de canciones que parece que son una casualidad. No valen los dobles sentidos, las indirectas, el tratar de aparentar algo que no es. No vale hacer como que no existe.

No vale soltar al aire la rima XLI de Bécquer, no vale lanzarse a beberse y devorar el mundo como si este se hubiera abierto de par en par ahora. No vale desgastar las palabras de un blog  ni de libros que tratan de explicar qué le pasa a mi vida. No vale quedarse en la cama esperando que de alguna manera al despertar todo haya pasado y esté ahí de nuevo el sol calentando la mitad terriblemente vacía.

El caso es que nada parece valer. Ni siquiera el tiempo. Al fin y al cabo el tiempo no cambia nada, solo nos hace envejecer. Pero sin hacer algo, lo que sea, nada cambia. Muchas veces, nada cambia por mucho que lo intentes. Y supongo que ahí está el quid de la cuestión: pelearse con la realidad porque es como es y no como me gustaría que fuera.

Quería sacarlo todo a algún sitio. Algún sitio donde nadie vaya a encontrar estas palabras, estas letras, estos pesares. Pero a algún sitio en el que alguien pudiera hacerlo. 

Así que supongo que estas letras son una especie de mensaje en una botella.