A menudo he escuchado que en el colegio te enseñan y que es en tu casa, en tu familia, donde te educan. No puedo estar más contento y orgulloso de la educación que recibí de mis padres, pero siempre he creído que una parte irreductible de quién soy se forjó con las historias que leí, la música que escuché y el cine que vi. Supongo que no soy el único a quien le pasa, ¿verdad?
Me apasionan las historias y más aún sus personajes inolvidables. Creo que tienen la capacidad de quedarse a vivir en algún rincón muy dentro de tu mente. Sé que Peter Pan, Simba, Aladdín, Bert y Quasimodo se colaron aquí adentro cuando yo era muy pequeño. Más adelante se mudarían a mi imaginario personal Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Edmundo Dantés, André-Louis Moreau o Diego Alatriste. Después de una década de personajes de novelas vino otra que me trajo a mis personajes de cine y series: Patrick Jane, Neal Caffrey, Harvey Specter o Rust Cohle. Son muchos, quizá un par de decenas en total, los personajes que dejaron una huella muy profunda en mi vida y cuyas virtudes he tratado de hacer mías. Es probable que sin darme cuenta heredara también de ellos una buena colección de defectos.
En 2015 se estrenó El Puente de los Espías, de Steven Spielberg. La vi tarde, fuera de la temporada de premios de ese año. Una noche, solo en mi cama de entonces. No podía imaginar cuando empecé a ver esa película que iba a significar tanto para mí. Puede que no sea una de las obras maestras de Spielberg, pero para mí es seguro una de sus obras más significativas.
Y todo por Rudolf Abel, el personaje interpretado de una forma maravillosa por Mark Rylance. Un hombre sencillo, estoico y leal; un personaje que al contrario que muchos otros de los que admiré a lo largo de mi vida no tenía capacidades especiales, ni una mente brillante, ni una actitud antiheróica y molona ante la vida: Rudolf Abel sólo era un hombre bueno.
De entre todas sus escenas, una en particular se clavó en mi mente y traspasó mi alma. No entiendo bien por qué y nunca he perdido el tiempo en buscar una explicación, pero aunque sólo habré visto la película tres o cuatro veces, esta escena en particular la he visto centenares de veces.
No exagero y tampoco miento si digo que he vuelto a esta escena en las situaciones más extrañas, atípicas y rocambolescas. En momentos intensos de soledad, dolor o pérdida he sentido que lo que necesitaba era buscar la escena en youtube y ponerme los cascos para ver la escena. Casi mágicamente, esta siempre ha actuado como una especie de catarsis balsámico. Y no me importa reconocer que casi todas las veces que he visto la escena mis ojos se han inundado y algo muy poderoso ha golpeado mi pecho por dentro.
Esta escena es una de esas cosas que no me animo a describir con palabras. Por un lado porque creo que no sabría hacerle justicia con ellas y por otro porque he aprendido que es muy difícil que otro ser humano sienta lo mismo que yo ante algo que a mi me deja subyugado. Por eso la dejo aquí, como uno más de mis mensajes en una botella, con la esperanza de quizá alguien la recoja.
Mark Rylance ganó el Oscar a mejor Actor de Reparto por su papel de Rudolf Abel y tengo la íntima certeza de que fue a raíz de su magistral interpretación en esta escena.
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