Es una guitarra preciosa. De cuerpo rojo tipo Stratocaster con golpeador blanco. Mástil de madera oscura, proveniente de una rara madera que sólo existe en Brasil. Las pastillas son nuevas, los reguladores viejos y desiguales. Está construida por alguien que adora la misma música que yo, y es la guitarra que he soñado con tener desde que tenía catorce años.
Y ahora está aquí, en mi cama. Suave al tacto, de cuerdas nuevas, flexibles y cómodas. La tensión perfecta, el sonido brillante, clásico. Tiene dormidos cientos de riffs y solos que deberán sonar al aire en algún momento. Es el deseo que no ha caducado de un adolescente que ahora la abraza como si fuera más que la guitarra de sus sueños.
Porque lo es. Es más que el mejor regalo de cumpleaños de la historia. Es más que la guitarra más anhelada o la más bonita.
También es el recuerdo de que la música es el alimento del amor y que quizá en parte dejamos de ser porque dejamos de darle ese sustento al nuestro. La prueba de que "no hay dos sin tres" puede ser solo una frase, o también una realidad que quizá no deba ser. El recordatorio lacerante de que quisiste darlo todo por verme feliz, contra viento, marea y probabilidades. De que me quisiste lo mejor que supiste y de que intentaste hacerlo mejor.
La tendré para siempre, como me hubiera gustado que tú me tuvieras a mí cada mañana. Pero siento que me desprendería de ella si supiera a ciencia cierta que dejándo marchar a la guitarra de mis sueños tendríamos la oportunidad de reencontrarnos en el camino tu y yo; la oportunidad de querernos tan bien como se nos dio enamorarnos.
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