miércoles, 23 de noviembre de 2011

Inevitabilidad

La puerta blanca se cerró con suavidad aquel domingo por la noche. Como poniendo un punto a la velada, que para su gusto terminaba demasiado pronto. Él quería creer que si aquella noche era una historia en las páginas de su vida, esa puerta cerrada no era más que un punto y seguido. Uno necesario. Inspiró profundamente, como no recordaba haberlo hecho nunca, llenando sus pulmones del aire frío de la noche. Luego lo expulsó de golpe, como en un suspiro. Sonrío y negó con la cabeza. Era increíble lo bien que se sentía. Con energía como para correr hasta casa, con agilidad como para trepar alto y con ganas de quedarse tumbado encima de un tejado, mirando la noche sin estrellas. Pero no. Solo echó a andar por la calle peatonal, con su casco al hombro. Las imágenes, los recuerdos inmediatos le revoloteaban alrededor. Los muy... empezó a decirse para si mismo. Recuerdos. Vuelven con más fuerza cuando saben que ya solo van a ser eso: recuerdos. Pero no le importaba. Aquellos eran muy buenos. Por alguna extraña razón, los mejores desde hacía un tiempo.

- Mezcla. A tu antojo -le dijo él tendiéndole un mazo de cartas- En esta baraja hay cincuenta y dos cartas. Mas dos comodines. - Añadió cuando ella mezcló y se las devolvió- Dime un número entre el uno y el cincuenta y cuatro.  El que tu quieras.
- El dieciséis.
- Si te dijera que era inevitable que escogieras ese número... ¿cambiarías de idea?
- Puede... no se... -dudó ella- no. El dieciséis.
- Cuenta dieciséis cartas. Una a una. Y despacio.
- Una... dos... 
El sonreía mientras las cartas caían sobre el banco, una detrás de otra. Era inevitable, pero ella no lo sabía. Aún.

-Y dieciseis -terminó ella, mirándole como desafiante. El no dejó de sonreír. Le contó que en la vida había cosas inevitables. Casualidades. Azar. Así lo llaman algunos. Destino. Pero él prefería explicar esos sucesos con la mágica ley de la inevitabilidad.
- ¿Cual es la carta que estaba en la posición dieciséis?
Ella le dio la vuelta. Era el siete de corazones. Le miro extrañada. Aquello no tenía nada de extraordinario. El rió.
- Antes de que mezclases la baraja te di una carta. Una carta de otra baraja distinta. La guardaste sin mirarla. ¿Quieres mirarla ahora?

Ella no dijo nada y extrajo la carta, que ocultaba con el dorso su identidad. La volteó solo para descubrir otro siete de corazones. Ella no hizo ningún gesto de gran sorpresa, ni pronunció sonido alguno. Pero sonrió muy ampliamente. Con los labios y con los ojos. Y para él, aquello fue mejor que la mejor comida pakistaní del mundo. Berenjenas incluidas.
La lluvia que había dado algunas horas de tregua volvió a hacer acto de presencia. Pequeñas gotas. Nick llegó a su moto y saltó sobre ella. La arrancó después de ponerse el casco, y se alejó de allí. Ni la velocidad lograba dejar atrás a los recuerdos. Y Nick se dio cuenta de que ya eran un buen número. Entonces en el cielo brilló un relámpago.
Claro que podría haberlo evitado. La carta podría no haber sido el siete de corazones. Y desde entonces, la vida podría haber sido distinta. O quizá no. Es lo que tiene tomar un camino. Se dejan otros atrás. Se renuncia a saber adonde llevarán. Pero a Nick le daba igual. Tenía la agradable impresión de que podía haber elegido romper la ley de la inevitabilidad. Anularla. Dejándola en evidencia. Simplemente evitándola. Pero no le había dado la real gana. Y mientras volaba sobre el asfalto de aquel precario camino, rumbo a casa, pensó que quizá ese era precisamente el motivo de que algunas cosas, a veces, sean inevitables.

sábado, 5 de noviembre de 2011

If I sang out of tune...

Entro con timidez en aquella sala, y lo primero que vio es que estaba forrada de lo que parecía cartón. En la sala, si se le podía llamar así, había una mesa repleta de cosas con un viejo ordenador. En cada una de las cuatro paredes colgaban posters. De los Byrds, de un grupo que no conocía llamado Black Pope, de Velvet Underground, y de los Beatles. Sobre todo, de los Beatles. Él tan solo había oído en la radio “Let it be”, y “Hey Jude” y una vez, “Twist and Shout”. En un CD, creía recordar. Nada más. 
Y al fondo de la sala estaban ellos. Un chico con gafas y melena pelirroja pálida y larga recogida en un pañuelo acompañado de una chica. Su novia, debe ser. Ambos compartían a sorbos de un vaso de madera que rebosaba lo que parecían hierbas con una especie de pajita metálica. El otro chico, moreno y con el pelo lacio, tocaba una guitarra negra con golpeador blanco. Un señor mayor que lo miraba por encima de sus grandes gafas. Y el que le había traído, sonriendo ufano detrás de sus gafas redondas y negras, baquetas en mano, sentado tras la gran batería negra. Todos le miraban con curiosidad. Y ese día le dieron una pandereta. Una negra. Él nunca había tocado ninguna. Recelaba. Una pandereta. En que cosas te metes. Y luego empezó a escuchar su música, sentado en un raído sillón. Y la batería atronaba, y el bajo no se salía de la partitura. Y todos reían. Y el se sintió cómodo. Como en casa. Y agitó la pandereta por primera vez.
Y de pronto, como en un abrir y cerrar de ojos, estaba cantando frente a un micrófono. Agitaba con torpeza aquella pandereta. Y se subió a un escenario en el que se fue la luz. Su primer escenario. Y luego empezó a escuchar notas de piano, y eran uno más. En cuanto se dio cuenta había pisado varios escenarios, distintos pueblos, algunas ciudades. Y la banda cambiaba. Pero el seguía riendo, y todos se inventaban motes para el resto. Y los domingos por la tarde eran una fiesta. Y los miércoles por la noche, cantaba. Y aprendió armonías que le enseñaron las dos voces que siempre lo guiarían, y pudo hacerlas. Y la pandereta cada vez sonaba más acompasada, menos torpe. Y un día, le miraron y le dijeron: canta. Canta esta. Tu solo. Y el cantó. Y aquella canción le pareció increíble. Por sus coros. Por sus voces. Las tres voces. Porque la cantaba con un poco de ayuda de sus amigos.
Tambien hubo disgustos. Peleas. Malos tragos. Pero valía la pena, porque al final, los domingos seguían siendo de fiesta. Y los escenarios se multiplicaban. Y las noches se alargaban hasta el amanecer, y la música los poseía a todos. Y viajaron lejos. Conquistaron ciudades lejanas. Lejos, muy lejos. Sus tres voces sonaban en viejos teatros romanos, en mugrientos bares, en las plazas de los pueblos, en grandes escenarios al aire libre. En museos, en la calle, en platós de televisión. En la sala de grabación. Lejos, en un país vecino. Pero sobre todo, siempre, en aquella pequeña sala a las afueras de la ciudad.
Y la banda seguía cambiando. Pero las guitarras siempre estuvieron juntas, y las armonías nunca cambiaron. Cambiaron los dedos que acariciaban las teclas, que se hicieron más dulces, más perfectas. Tambien cambiaron las que orquestaban el bajo. Un día una nueva voz empezó a cantar en aquella sala. Y podían cantar cuatro voces. Y era genial. Incluso llegó el momento en que la batería dejo de retumbar como solía, y en la sala dejaron de escucharse referencias a aquel pueblo de Huelva. Y fueron momentos duros. Pero los escenarios se sucedían. Las ciudades. El espectáculo debía continuar.
Y el seguía cantando, y aporreando la pandereta. Estaba vieja, rota. Pero el seguía tocándola. Tuvo una nueva, pero prefirió seguir con su vieja pandereta. Y un día otra pandereta se unió a la suya cuando las teclas del piano dejaban de tocar. Y encima de aquel escenario al lado del mar, pensó que era genial poder seguir haciendo eso por mucho tiempo. 
Y de pronto, una noche, salió de aquel bar irlandés. Los dientes apretados. El nudo en la garganta. No lo podía creer. Porque pensó que tocaría la pandereta hasta el final. Hasta que tuviese ampollas en los dedos. Y que si un día abandonaba para siempre su querida sala forrada de cartón, sería junto a las voces con las que había cantado siempre. Que lo acabarían juntos. Que los demás iban y venían. Pero no. El salía, el resto se quedaba. Nunca imaginó aquello. Y pensó en todo lo que perdía, y apretó aun más los dientes, y aceleró el paso. Se subió en su moto, vieja y destartalada. Como la vieja pandereta negra que no volvería a agitar frenéticamente en aquellos vuelos de menos de tres minutos a la antigua Rusia. Como no volvería alternar de ritmo en el día del pájaro. 
Dio gas y se alejó veloz. Y la música le perseguía y el tuvo que cantarla. Pero por primera vez, se sintió solo, sin la perfecta armonía de las otras dos voces. Y detrás de su casco, sintió, por primera vez en casi cuatro años, que no tenía sentido cantar aquella canción, porque ya no lo haría con esa pequeña ayuda de sus amigos, subido en un escenario.