lunes, 12 de octubre de 2020

Si se callase el ruido

 Silencio.

Nada de música, nada de ruido. Ni siquiera el sonido apagado de la calle a través de las ventanas cerradas. Puede llegar a ser atronador. ¿Qué pasa cuando callas todo a tu alrededor?¿Qué pasa cuando las distracciones habituales del día a día se han apagado?¿Qué hay cuando te quedas a solas contigo mismo?

La mayoría de las veces, el silencio es eso que tratamos de llenar con cosas. Un hueco en el tiempo y el espacio que hay quien tilda de improductivo, hay quien lo pinta de incomodidad y hay quien necesita llenarlo a cualquier precio.

Yo he hecho las tres cosas. No siempre, claro. También hay momentos en los que me he entregado a él. Lo justo para descubrir que el silencio absoluto no existe, y que cuando callas todo lo de afuera aquí adentro empieza a escucharse algo.

Es como una vocecilla que siempre habla pero que rara vez puede ser escuchada. Los planes, las cosas que deberían ser, las que hay que hacer, las distracciones, las redes sociales. La necesidad constante de estar haciendo algo, o de no pensar en nada porque es demasiado agotador. Entre esos sonidos y estridencias, la vocecilla habla bajito, paciente. No puedes acallarla, porque para empezar rara vez aceptas que está ahí, y si llegas a intuirla, decides ignorarla.

Esa voz bajita eres tú mismo. Tu instinto, tu experiencia de vida. Tu cuerpo y quizá tu alma pidiéndote que no te pierdas de vista, que te escuches, que estás aquí, ahora y que hay cosas importantes a las que no estás prestando atención. Que debajo de todas las cosas que tu cabeza o tus sentidos quieren o dicen querer, hay otras necesidades importantes.

La mía es una voz amable. Si se calla el ruido puedo escucharla. Es buena conmigo y solo intenta que yo también lo sea. Me dice que no soy perfecto y que no necesito serlo. Que a veces no hago las cosas bien. Que a veces me comporto de forma egoista, que muchas veces estoy demasiado centrado en mi ruido como para conectar con lo que está pasando ahí fuera. Y que no pasa nada, solo tengo que aprender a ser más consciente. Encontrar el equilibrio. Cada día un poco mejor.

Me dice que respire, que un paso cada vez, que los futuros en los que me desespero no existen más que en mi cabeza. Que estoy aquí, que sienta el suelo bajo mis pies, que sienta mi corazón latir y mi respiración inundarme. Que casi nada tiene tanta importancia. Que hay cosas que sí y que son cómo son, y que desesperarse porque no son como yo quisiera es una batalla perdida de antemano. Y que ya vale de batallas.

También me recuerda que el tiempo no es infinito y que nadie sabe cuánto tengo a mi disposición. Que hoy es una oportunidad y que no tiene porque ser un día bonito, ni sentirme bien todo el rato. Que la felicidad no es una persona, ni una casa en el campo ni ese premio ni esa cuenta bancaria llena de ceros. Que es una forma de ver la vida y no esos chutes de dopamina a los que soy tan sensible y vulnerable. Que es un camino lleno de valles idílicos y picos escarpados, de llanuras interminables y caminos oscuros. Y que está bien. Que no trate de aminorar en unos y acelerar en otros. Que disfrute de los trechos que me hagan feliz y aprenda todo lo que pueda de los más duros.

Y me dice que perdonar y perdonarme van de la mano. Que el amor empieza por uno mismo y que no se puede dar lo que no se tiene. Que aún queda mucho por aprender, que nunca se terminará y que no pasa nada. Que querer ser el mejor, el que más, el que menos, el que siempre o el que nunca es natural en mí. Pero que no es por ahí.

Y tras el silencio, tras la callada conversación, ahora sí. 

Música.





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