La puerta blanca se cerró con suavidad aquel domingo por la noche. Como poniendo un punto a la velada, que para su gusto terminaba demasiado pronto. Él quería creer que si aquella noche era una historia en las páginas de su vida, esa puerta cerrada no era más que un punto y seguido. Uno necesario. Inspiró profundamente, como no recordaba haberlo hecho nunca, llenando sus pulmones del aire frío de la noche. Luego lo expulsó de golpe, como en un suspiro. Sonrío y negó con la cabeza. Era increíble lo bien que se sentía. Con energía como para correr hasta casa, con agilidad como para trepar alto y con ganas de quedarse tumbado encima de un tejado, mirando la noche sin estrellas. Pero no. Solo echó a andar por la calle peatonal, con su casco al hombro. Las imágenes, los recuerdos inmediatos le revoloteaban alrededor. Los muy... empezó a decirse para si mismo. Recuerdos. Vuelven con más fuerza cuando saben que ya solo van a ser eso: recuerdos. Pero no le importaba. Aquellos eran muy buenos. Por alguna extraña razón, los mejores desde hacía un tiempo.
- Mezcla. A tu antojo -le dijo él tendiéndole un mazo de cartas- En esta baraja hay cincuenta y dos cartas. Mas dos comodines. - Añadió cuando ella mezcló y se las devolvió- Dime un número entre el uno y el cincuenta y cuatro. El que tu quieras.
- El dieciséis.
- Si te dijera que era inevitable que escogieras ese número... ¿cambiarías de idea?
- Puede... no se... -dudó ella- no. El dieciséis.
- Cuenta dieciséis cartas. Una a una. Y despacio.
- Una... dos...
El sonreía mientras las cartas caían sobre el banco, una detrás de otra. Era inevitable, pero ella no lo sabía. Aún.
-Y dieciseis -terminó ella, mirándole como desafiante. El no dejó de sonreír. Le contó que en la vida había cosas inevitables. Casualidades. Azar. Así lo llaman algunos. Destino. Pero él prefería explicar esos sucesos con la mágica ley de la inevitabilidad.
- ¿Cual es la carta que estaba en la posición dieciséis?
Ella le dio la vuelta. Era el siete de corazones. Le miro extrañada. Aquello no tenía nada de extraordinario. El rió.
- Antes de que mezclases la baraja te di una carta. Una carta de otra baraja distinta. La guardaste sin mirarla. ¿Quieres mirarla ahora?
Ella no dijo nada y extrajo la carta, que ocultaba con el dorso su identidad. La volteó solo para descubrir otro siete de corazones. Ella no hizo ningún gesto de gran sorpresa, ni pronunció sonido alguno. Pero sonrió muy ampliamente. Con los labios y con los ojos. Y para él, aquello fue mejor que la mejor comida pakistaní del mundo. Berenjenas incluidas.
La lluvia que había dado algunas horas de tregua volvió a hacer acto de presencia. Pequeñas gotas. Nick llegó a su moto y saltó sobre ella. La arrancó después de ponerse el casco, y se alejó de allí. Ni la velocidad lograba dejar atrás a los recuerdos. Y Nick se dio cuenta de que ya eran un buen número. Entonces en el cielo brilló un relámpago.
Claro que podría haberlo evitado. La carta podría no haber sido el siete de corazones. Y desde entonces, la vida podría haber sido distinta. O quizá no. Es lo que tiene tomar un camino. Se dejan otros atrás. Se renuncia a saber adonde llevarán. Pero a Nick le daba igual. Tenía la agradable impresión de que podía haber elegido romper la ley de la inevitabilidad. Anularla. Dejándola en evidencia. Simplemente evitándola. Pero no le había dado la real gana. Y mientras volaba sobre el asfalto de aquel precario camino, rumbo a casa, pensó que quizá ese era precisamente el motivo de que algunas cosas, a veces, sean inevitables.