Pocas he veces he tenido ocasión de vivir un acontecimiento tan curioso como fue aquella cena el otro día. Era jueves por la noche, y como es costumbre entre estudiantes, es noche para entregarse a la fiesta y la bebida (yo sigo empeñado en que no tienen porque ir a pares) El caso es que con cierto retraso, mis compañeros de clase (y compañeras, no vayan a enfadárseme) habían decidido organizar una cena todos juntos, aunque “todos” no haga honor a la situación que vivimos ya que muchos compañeros están en el extranjero. Así que bajo el lema “para los pocos que somos, aprovechemos” nos dimos cita unos treinta estudiantes en un sitio llamado “Brutus” a eso de las diez de la noche. Y digo bien, porque el grueso de los comensales no hicieron aparición hasta bien entradas las diez y media. Yo me personé en el lugar con puntualidad casi inglesa y acompañado de un par de amigos: Javi y Cisco.
Aquella noche suponía para mi un experimento interesante: la verdad es que tengo poca relación con la gran mayoría de compañeros de clase, así que mis expectativas reales consistían en dos cosas: esperar que acudiera una compañera en concreto y romper por fin esa barrera invisible que separa a la clase en facciones amistosas pero insustanciales. Como suele suceder en estos casos, a los pocos minutos de espera y a medida que más personas iban agrupándose en el lugar convenido quedo claro para mi que mi primera expectativa iba a quedar insatisfecha. Me encogí de hombros resignado, y trate de lograr que el pesimismo no estropeara la velada cuando aun no había siquiera empezado. A los pocos minutos tuvo lugar aquel acontecimiento que hizo la noche especial. Cuando vosotros, lectores, descubráis dentro de dos o tres líneas en que consistió ese acontecimiento seguramente me mandareis a hacer gárgaras. Pero quizá antes terminéis de leer, y creedme, con eso a mi me sobra.
Como decía, en algún momento entre las diez y las diez y media, en plena calle y frente a aquel establecimiento con nombre de dibujo animado, se armo un revuelo diferente a los “tia, que mona estas” que yo habría esperado. Me volví para descubrir que sucedía, y mis ojos fueron a toparse con los de un bebé, sentado en su cochecito, rodeado por todos mis compañeros de clase que le hacían carantoñas. Aquel bebé era la hija de una de mis compañeras, una chica de mi edad cuyo nombre no viene al caso. La feliz madre sonreía a unos y a otros, cogía a su vástago en brazos y le dedicaba toda clase de atenciones. Junto a ella pero como ajeno a todo aquel bullicio estaba el que yo supuse sería el padre de la criatura. No tardé en acercarme yo también, flanqueado por mi amigo Javi. Ambos nos quedamos mirando a aquella niña. Mi amigo sostuvo sus llaves frente ella y las hizo tintinear. Y la cara que debimos poner cuando ella sonrío a modo de respuesta debió de ser de álbum.
Recuperamos el sentido a los pocos segundos, y nos reagrupamos con el resto de amigos. Rápidamente surgió entre nosotros un debate que, a juzgar por el tono de las voces, debía ser secreto. No es de extrañar. Nadie podía evitar preguntarse que hubiese hecho en la situación de nuestra compañera. Había opiniones de todos los tipos, pero no tienen cabida aquí. Solo la tiene el que aquella chica a la que solo conocía de vista estaba ahora para mi rodeada de un aura de coraje y valentía. Vosotros podéis juzgarlo una soberana memez, pero seamos sinceros: no es una situación que se viva tan a menudo. Tal vez sea fácilmente impresionable. Vosotros mismos.
¿El resto de la noche? Bien, ya sabéis… cena abundante, sangría a porrillo y risas entre compañeros de clase. Estuvo bien. Pero fue algo bastante menos extraordinario.