jueves, 16 de febrero de 2012

Capitanes intrépidos.

"El pesimista se queja del viento;
 el optimista espera que cambie; 
el realista ajusta las velas."

Se llamaba Carlos, y el barco sobre el que navegábamos, el Arbolada, un 33 pies que no llegaba a los diez años. El cielo de febrero era gris y las gotas de lluvia se mezclaban con la espuma que se formaba cuando la proa del velero cabeceaba ligeramente entre las olas.  Carlos era quien tenía que enseñarme desde cero los secretos de la navegación a vela. Al menos, lo más básico. Era un tipo robusto aunque no muy alto, de piel curtida por el sol del caribe y la sal de la mar, cabello escaso y cano y barba de tres días del mismo color. Lo que más llamaba la atención de él eran sus ojos, de un azul intenso, que como él solía decir, eran regalo de su madre alemana. Sus manos fuertes y ásperas redirigían el timón cuando a mi se me escapaba ligeramente el rumbo. Firme y suave, chaval, me decía.

Llevábamos un par de horas navegando, y entre las nubes el sol parecía querer asomarse. Se hacía la hora de comer, pero el puerto ya estaba cerca. Avisamos por radio al entrar en la bocana y a los pocos minutos, toda la tripulación de grumetes que eramos trataba de seguir las ordenes de Carlos durante la maniobra de amarre. Cuando todo estuvo en orden, el capitán avisó con voz firme y áspera, no por ello desagradable, que en hora y media todo el mundo tenía que estar de vuelta en el Arbolada para seguir con la clase de la tarde. Unos diez pares de pies saltaron hasta el pantalán y desaparecieron en dirección al bar de la Marina. Yo me quedé a bordo, sacando mi bocadillo de mi enorme chaqueta roja, que ya empezaba a sobrarme: el sol empezaba a imponerse en el cielo.

- ¿Tu te quedas? -me pregunto Carlos mientras abría la mesa de cubierta y se acomodaba en la bancada de babor.
- Si, se está bien aquí -dije yo. Algo me decía que iba a aprender más quedandome en cubierta que en la barra del bar. Y no me equivocaba.
- Bien - dijo él sacando algunas cosas de su petate.

Mientras se hacía su propio bocadillo, Carlos me contó su vida. De su brillantez en los estudios en medicina, y de como se cansó de aquello. Se enroló en un barco y empezó a navegar por el mundo, limpiando cubiertas. Hacía mucho tiempo de aquello, cuando uno se hacía marino navegando, y no sacándose varios estúpidos títulos. Vosotros estáis jodidos, me dijo. Yo no me saqué ningún título hasta que no tuve otra opción, continuó. Antes de eso, ya llevaba más de diez años cruzando una y otra vez el Atlántico, llevando a ricachones al Caribe en viajes de ida y vuelta de varios meses. 


Carlos hablaba con expresión neutra. Lo que yo contaría con entusiasmo, el lo hacía con parsimonia y voz pausada y grave. Se casó y tuvo un hijo, pero se había acostumbrado demasiado a la mar: la tierra firme no era para él. Su mujer lo abandonó, tanto como él la había abandonado a ella cada vez que volvía a embarcar varios meses. Él vendió su casa y compró un pequeño velero, donde vivía ahora en el Club Náutico. No en ese pantalán de exposición y pandereta. ¿Te arrepientes? Le pregunté. El chasqueó la lengua y miró al infinito. Con esa mirada cansada que tanto me fascina en algunos seres humanos. Fue el rumbo que elegí, chaval. No puedes arrepentirte de eso. Quizá hubiera preferido otro rumbo, pero este es el que tomé. 

Algunos meses después, navegando en otro barco algo más al sur, un pequeño velero venía de vuelta encontrada durante mi guardia al timón. Ambos caímos a nuestro estribor respetando las normas, y cuando su banda pasaba junto a la mía, vi a Carlos sonriendo al timón, haciendome un gesto con la mano. Yo sonreí y le devolví el saludo. Después, su estela se perdió a mi popa. Me afiancé al timón, aun sonriendo por aquel encuentro. Respiré hondo y caí quince grados a babor. Firme y suave.

domingo, 12 de febrero de 2012

No. No me voy de cruzada.

"Se niegan las promesas que no nos hizo nadie,
sino nosotros mismos, al oído..."


Este año, o los pocos días que llevamos de este nuevo año, quería haber escrito muchas cosas. Quería escribir sobre los domingos que acababan en esa puerta blanca que convertían a los lunes en un día no tan desagradable; sobre viajes en moto de quince helados minutos que merecía la pena pasar; sobre dibujos de un dedo en una espalda; sobre risas y pullas. Eso, en cuanto a los recuerdos. Porque eran cosas del año viejo. El que ya pasó.

De los días del año nuevo, querría haber escrito sobre otras cosas. Sobre viajes en moto muy distintos, que más bien parecían querer dejar algo atrás. Sobre la adrenalina que desata la rabia. Sobre la duda y sus amigos.  Sobre la estupidez y el orgullo. Sobre la debilidad. Sobre cómo nos gusta engañarnos, sobre cómo evitamos afrontar la realidad. Sin anestesia, de frente. Como debería ser. Tanto quería escribir sobre esas y otras cosas... que lo hice. Pero las borré. O las dejé inacabadas. Y en su lugar, escribí y publiqué otras cosas. Y ahora... supongo que ahora no quería escribir nada. No tenía ganas. Pero aquí estamos.

Elena me llama William. Por Shakespeare, supongo. Por lo de dramatizar y tal. Clara no. Ella dice llanamente que dramatizo. No estarán muy equivocadas. Aunque me repatee. 
Dramas los justos, supongo que es lo mejor. El mundo no parece acabarse todavía. Para alguien como yo, quejarse debería estar prohibido. Con la que está cayendo. Con el dolor y las situaciones límite que viven tantas personas. Mientras yo escribo estas líneas en un Mac, ajeno a los tres grados que hacen ahí fuera, y con el estomago lleno gracias a los sandwiches que alguien ha tenido la amabilidad de prepararme. Debería estarme prohibido dramatizar, o quejarme. Porque hoy he tenido palabras de aliento, risas, abrazos y besos. Por tantas cosas.


Y aun así... aun así no puedo evitar sentir esta sensación en el estómago. Este nudo en la garganta. Esta sensación de querer estar lejos de todo. Este enfado conmigo mismo. Por hablar a destiempo, incompleto, y tener que escribir ahora. Por bastantes cosas. Me gustaría poder poner cara de suficiencia. De “así es la vida” mientras doy un trago al cubata y paso página. De “ahí me las den todas”.

Pero estoy furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde y animoso. No encuentro centro ni reposo. Me siento alegre, triste, humilde, altivo, enfadado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido y receloso. Y si no he huido el rostro al claro desengaño, que baje Dios y lo vea. Lo mismo si no he bebido veneno como si fuera ron Brugal del bueno. Y si, he creído como un imbécil que el cielo en un infierno cabía.

¿Dramatizo? No lo se. Como el blog es mío, me desahogo como quiero. Y hoy paso de meter de por medio a Nick, a Jofiel y a todo el mundo. Hoy, prosa desnuda, sin seudónimos. No me voy a ir de cruzada. Mañana me levantaré, iré a trabajar, ensayaré... como cualquier otro día de este mes. Sólo habrá cambiado eso de que donde había duda hay ahora certeza. Por cierto, si pudiera le reventaría la cara a mi yo del pasado, el que escribió “todo o nada”. Por tener las narices de escribir semejante farol. 

En fin, el domingo se ha acabado mientras cosía estos retales sin demasiado sentido. Las últimas semanas, los he tenido peores. Hoy he vuelto a reirme allí, a dibujar figuras sin sentido en su espalda, a hacerle un juego de magia, a perderme como un idiota en esos ojos y a despedirme en esa puerta blanca. Como antes. Solo que todo ha sido distinto. Y me cuesta resignarme. No se si lo haré pronto. Porque claro. Claro que había algo. Que me encantaba. Que echo de menos. Que fue demasiado breve. Toca joderse.

¿Algo más? Ah, si... que Lope me disculpe por fusilarle tan mal ese soneto.