Un bar. Una noche cualquiera de este aún nuevo año 2012. Un grupo de tipos se sientan en torno a una mesa manchada de cerveza. Van por la tercera o la cuarta jarra.
No es que quieras fisgonear. Es que hablan alto. Y escuchas. Mierda de país. Todo esta fatal. Llevo casi un año sin trabajo. Yo dos años. Y yo, un mes. Nos están hundiendo. Encima la parienta no deja de calentarme la cabeza. No me lo merezco. Trae otra jarra, Juan.
En otra mesa, algo más acá en la esquina, un chaval joven habla con aspecto abatido con un amigo, que sólo escucha. No hablan tan alto, pero están más cerca, y les oigo: No lo entiendo. Yo se lo he dado todo. Me he volcado con ella. ¿Cómo puede hacerme esto? Me merezco ser feliz con ella. Nunca encontrará a otro que le de lo que le he dado yo. Al final, todas son iguales. Juegan contigo, te utilizan y te dejan como a un trapo. Me hace gracia, porque horas antes escuchaba a una amiga decir lo mismo de los hombres. Que el amor no existe. Y es que ahora a cualquier cosa se le llama amor.
Volviendo a los de la esquina, el otro gimotea: por lo menos tienes un trabajo. A mi los exámenes me están matando, me paso el día dejándome los codos y siento que no se nada.
¿Hay algo más natural en la condición humana que quejarse? Quejarse es un acto genuinamente humano. Es lícito. Y es bueno. Es necesario quejarse, rebelarte contra un mal golpe de la vida, un error, una situación desesperante. Pero no es suficiente.
No me lo merezco. O me lo merezco. Esas son las frases que me hacen pensar. ¿Se merece morir la gente que solo tuvo el desliz de nacer en el cuerno de Africa? ¿Merecen perderlo todo salvo la vida los afectados por un desastre natural? ¿Acaso se ganaron a pulso la muerte los que contrataron vacaciones con un crucero que acabo encallado? No. Nadie merece nada. Ni las desgracias, ni las cosas buenas. ¿Qué es lo que pasa? Creo que ese fenómeno tan curioso que llamamos “la vida”. La vida pasa. Es impredecible, imparcial, sin conciencia, implacable a veces, generosa otras. Tiene sus reglas, y tienes que cumplirlas.
Y una de las reglas es: siéntate ante tu cerveza y quéjate unos minutos. Saborea el sentimiento de aquello que no te gusta en tu vida. Luego apura la cerveza y levántate. Tal vez pensando que la mayoría no tiene la suerte de pasar por el trago con una cerveza delante. Y cambia las cosas. Lucha. Si, el mundo esta muy mal, y va a estar peor. Pero una noche escuché a un inmigrante que me llevaba a casa en su taxi después de una noche de fiesta (para mi) que en 15 años lejos de su patria, nunca le había faltado trabajo. Nunca había estado de brazos cruzados. Nunca estuvo lamentándose de su mala suerte ante una cerveza. No se mereció tener que salir de su país. No se merecía tener que cambiar tres veces de ciudad hasta establecerse con algo de calidad de vida para su familia. Pero se dejó cada gota de sudor, sangre y lágrimas para conseguirlo. Y era feliz. O eso me pareció.
Nadie se merece ser feliz. Suena duro, también para mi. Hay gente tan feliz con tan poco, y gente profundamente infeliz con tanto... ¿Entonces qué es?¿Una bendición o una decisión personal? Una actitud. Trabajar sabiendo que el ratio de conversión esfuerzo dedicado-resultados obtenidos no siempre será el que esperas. Ni en el trabajo, ni en las relaciones personales. Ni siquiera en las aficiones.
A veces siento que nuestra civilización se ha levantado sobre los hombros de grandes personas, que han hecho con su vida algo importante para el resto de nosotros. Unos de forma célebre. Otros, de forma quizás injusta y miserablemente anónima. Y me pregunto si no será posible que nosotros, con todas las herramientas, oportunidades, conocimientos, información y bienestar que hemos recibido de gente que vivió mucho peor, estemos siendo el eslabón débil de la cadena.
Aldous Huxley, novelista y poeta inglés, dijo una vez: “existe al menos un rincón del Universo que con toda seguridad puedes mejorar, y eres tú mismo.” Es algo más inmediato que cambiar un hogar, una ciudad, un país o el mundo. También puede que sea bastante más difícil.
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