- Espero que te guste - dije yo en un susurro.
Entonces las luces se atenuaron hasta dejar el pequeño teatro en una penumbra acogedora. Sólo una luz iluminaba el escenario, en el que sólo había una mesa. El silencio podía cortarse. Y entró él. Y la sala rompió a aplaudir. Con paso lento, casi majestuoso, el anciano llegó hasta el centro del escenario. Allí miró de frente al público, a nosotros, y recorrió con su mirada todo el patio de butacas, sin prisas, como deteniéndose en cada uno de los asistentes. Sus ojos, aunque lúcidos, parecían cansados y guardaban una mirada que rebosaba sabiduría y firmeza. Hizo un gesto pidiendo silencio con su mano izquierda, la única que tenía, y los aplausos fueron apagándose. Él no habló inmediatamente. Dejó que se extendiese otra vez el silencio. Y luego, con voz clara y firme, habló:
La batalla estaba perdida. Las explosiones y el silbar de las balas arrancaban vidas por todas partes. El regimiento se batía en presurosa retirada tratando de salvar la vida. Cuando tras muchos peligros y más bajas unos pocos hombres lograron reagruparse en la retaguardia, uno de ellos, mirando frenéticamente a su alrededor, se dio cuenta de que su mejor amigo, el de toda la vida, no estaba entre los supervivientes. Inmediatamente pidió permiso al Capitán para volver a buscarlo.
- Estás loco. No lo encontrarás... -le contestó el capitán.- tu amigo habrá muerto en la refriega.
- Tengo que intentarlo, mi Capitán. - dijo el soldado antes de salir corriendo, de vuelta al campo de batalla.
Pasaron horas. Se seguían escuchando disparos y explosiones. La noche empezaba a caer. Y por fin, se oyó el rumor de unos pasos que avanzaban pesadamente. El soldado volvía con el cuerpo sin vida de su amigo en brazos. Los supervivientes le rodearon y el capitán se acercó y con gesto de compasión, le dijo:
- Te dije que no serviría de nada.
- Se equivoca, Capitán - replicó el soldado - cuando llegué, él aún estaba vivo. Antes de morir me miró, sonrió y alcancé a escuchar sus últimas palabras.
- ¿Qué dijo? - preguntó el capitán.
- Me dijo: “sabía que ibas a venir”
El silencio se hizo en el teatro cuando el anciano dejó de hablar. Entonces se giró, se dirigió a la mesa, y sacó una baraja de cartas.
Fue una noche inolvidable.
2 comentarios:
Hola
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Katty.
Emocionantísimo, Juanma. Has logrado sobrecogerme.
El deber que nace del amor no siempre es práctico, y, cuando no lo es, la gente que no ama no lo entiende. Amar implica realizar actos que pueden dejar a terceras personas con el mismo estupor de ese batallón de soldados, que ve volver atrás a un soldado que lo más probable es que encuentre un cadáver (y tal vez la propia muerte). Pero el amor lo hace. Cambia nuestra ética, modifica nuestros criterios prácticos, haciéndonos asumir riesgos enormes por realizarle un bien mínimo al ser amado. Arriesgarse a morir vale la pena, si mi amigo "sabía que vendría". Le he ayudado a morir con una sonrisa de confianza, de confianza en el amor que hace héroes.
En mi opinión.
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