Friedrich Nietzsche dijo una vez que "la vida sin música sería un error".
La cita es tan rotunda, tan simple pero tan apabullante que creo que solo la música podría mejorarla.
En estos días de confinamiento, la música ocupa una parte importante de mi vida y me lleva de la mano por todas las emociones humanas: la euforia del entrenamiento con temas que parecen motivar hasta la última célula de tu cuerpo; la calma de esas piezas de piano que parecen acariciar el alma; la nostalgia de las canciones que escuchaba hace muchos, muchos años, cuando empezaba a experimentar que la música, efectivamente, era un tipo muy poderoso de magia; la melancolía de esas canciones que ya se quedaron para siempre atadas a un recuerdo; la alegría contagiosa de canciones que parecen levantar el ánimo por sí solas; la frustración de las largas horas guitarra en ristre, tratando de descifrar tablaturas endiabladas para poder tocar y cantar yo mismo mis canciones favoritas.
Digo a menudo que estamos hechos de historias, y lo creo tan cierto como que la música es la banda sonora de estas historias, cuando no parte imborrable de nuestras historias en sí misma. Y hoy quiero contarles una de esas historias que tienen a la música como protagonista. Quizá, solo quizá, la primera.
Debía yo tener unos siete años. No recuerdo bien ese detalle, pero sí recuerdo que esta pequeña historia sucedió en la que fue mi primera casa, un pequeño y acogedor piso en la calle Bélgica de Valencia, a la sombra de Mestalla.
El piso describía desde la entrada una línea recta y pasados el salón a la derecha y la cocina a la izquierda doblaba hacia la derecha en un pasillo. Y allí donde aquellas dos rectas se juntaba, había una pequeña habitación que mis padres usaban como estudio. Estaba repleto de libros que descansaban en estanterías blancas de yeso y lo remataba una mesa de madera negra que daba a la ventana. A la izquierda de esa mesa descansaba un equipo de música que contaba con lector de CD, el último grito de la época. Esta historia sucedió frente a aquél aparato.
Los detalles específicos son difusos, probablemente una invención de mi imaginación: creo recordar que era de noche, que mis padres se iban a algún sitio y que alguien había venido a cuidarnos a mis hermanos y a mí.
Pero lo que si que recuerdo con pasmosa claridad es que yo estaba sentado en la silla de estudio negra y giratoria y que unos cascos de música enormes decoraban mi cabeza. Y que desde ellos, una canción se colaba en mi cabeza, me recorría el cuerpo y me absorbía por completo.
No sé por qué recuerdo tan especialmente aquella canción. Con toda seguridad no era la primera que escuchaba, ni la primera que me gustaba. Pero ese momento es el primero que conservo en la memoria como un escalofrío difícil de describir, una corriente eléctrica recorriendo mi espalda al son de aquella melodía. La repetía una y otra vez cada vez que terminaba, porque no podía dejar de escucharla. Su tranquilo arpegio de guitarra al empezar que me evocaba un paisaje de hojas de árbol caídas pintando el suelo de ocre y marrón; los crescendos de un estribillo de cuerdas mágicas que acompañaban a una voz cálida y calmada, en ocasiones levemente trémula. Aquella vez, con aquella canción, comprendí con palpable claridad que la música puede ser una especie de poderosa magia.
Estamos hechos de historias y muchas de esas historias son meras invenciones donde solo permanece fiel aquello que sentimos al vivirlas, siendo todos los detalles que la adornan meras reconstrucciones más o menos inspiradas que aceptamos como fiel calco de lo que un día fue la realidad.
Olvidamos la mayoría de las cosas, las fechas y los cómos y porqués. Pero se quedan con nosotros, de forma muchas veces caprichosa, las emociones que sentimos sacudirnos por dentro, que se colaron dentro de nuestra vida e hicieron suyo un pequeño hueco en la memoria.
Alrededor de esa sensación, esa pequeña y poderosa chispa esencial grabada a fuego dentro de nosotros, construimos una historia.
Estamos hechos de historias y muchas de esas historias son meras invenciones donde solo permanece fiel aquello que sentimos al vivirlas, siendo todos los detalles que la adornan meras reconstrucciones más o menos inspiradas que aceptamos como fiel calco de lo que un día fue la realidad.
Olvidamos la mayoría de las cosas, las fechas y los cómos y porqués. Pero se quedan con nosotros, de forma muchas veces caprichosa, las emociones que sentimos sacudirnos por dentro, que se colaron dentro de nuestra vida e hicieron suyo un pequeño hueco en la memoria.
Alrededor de esa sensación, esa pequeña y poderosa chispa esencial grabada a fuego dentro de nosotros, construimos una historia.
Y esta es la mía, sobre una simple e inolvidable canción de otoño.