Cuando mi padre tenía la edad que tengo ahora, yo ya andaba por este mundo.
Esta es mi foto favorita de todas las que guardo con mi padre, una de las que más vuelvo a visitar año a año en su cumpleaños o en fechas como la de hoy. En esta foto éramos tres ya (los otros tres que van detrás deben odiarme por preferir esta foto a otras en las que ya estamos todos). Calculo que aquí mi padre debía rondar los treinta y tres, apenas dos o tres más de los que tengo yo ahora.
Este texto podría ir de enumerar y admirar las innumerables virtudes que adornan a Juanma González senior, pero lo cierto es que este 19 de Marzo, San José, día del padre que celebro en la distancia de la cuarentena, estoy sentado en la a ratos exasperante soledad de mi piso madrileño reflexionando sobre cosas que creo que van más allá.
Admiro a mi padre. Él es, a pesar de todas las diferencias de punto de vista, a pesar de todas las manías que pueda tener (y que empiezo a temer que heredaré inevitablemente con los años) el hombre al que más admiro en mi vida. Y en los últimos tiempos esa profunda admiración que le profeso ha cobrado nuevas dimensiones, nuevas perspectivas. Y quizá todo se deba, simplemente, al hecho que he subrayado al principio de estas líneas.
Perspectiva. Supongo que cuando mi padre tenía 31 años no se permitió el lujo de dedicarse a la moderna y quizá sobrevalorada idea de encontrarse a sí mismo, viajar, disfrutar de los placeres de una vida sin más preocupaciones que crecer profesionalmente y calibrar el pulso de la vida. Como si por delante hubiera una cantidad infinita de tiempo para hacer todo lo demás, para posponer las decisiones importantes que los seres humanos han estado asumiendo con naturalidad a lo largo de los siglos.
No, mi padre salió del pueblo por una carambola cósmica a los diecisiete años, llegó a Madrid a estudiar duro y con la firme promesa por parte de sus padres (a la sazón mis abuelos) de que un suspenso suponía tarjeta roja directa. Se diplomó, se licenció, cumplió con sus obligaciones militares y aún tuvo tiempo para labrarse una merecida reputación como bailongo, alma de la fiesta y killer en los tapetes de mus.
Mi padre llegó a la recta final de la veintena al mismo tiempo que se trasladó a Valencia. Allí, mediante técnicas de seducción poco ortodoxas logró, no sin persistencia, enamorar a mi madre. El resto, como suele decirse, es historia. Pero déjenme que hurgue un poquito en esta historia en concreto.
En algún momento de aquellos años mi padre, sin demasiada información para el usuario y ninguna garantía, decidió dar un salto de fe. En menos de dos años, él y mi madre me tendrían a mí. Tres años más y vendrían Kike y Jorge, y mi padre estaría desempeñando sus funciones como incansable Rocinante por los pasillos de nuestro primer hogar. Siete años después de eso (que se dice pronto) la tropa estaba completa con Carlos, Javier y María. Y les aseguro que tener seis hijos, un perro, un gato y una roomba no era algo que mi padre hubiese planificado ni deseado toda la vida. Y ni siquiera estoy mencionando a la mitad de la fauna que ha pasado por casa. No, todo eso vino después, con mi madre. Y todo porque él y mi madre quisieron, por suerte en medidas similares. Y han seguido queriendo a lo largo de los últimos treinta y dos años.
Porque querer no es difícil, al menos al principio. Todo el mundo quiere algo y supongo que hoy uno de nuestros problemas como sociedad es que confundimos "querer" con "desear". Pero para vivir y sostener determinadas vidas el deseo se queda muy corto y se hace imprescindible querer. Porque querer es un verbo de la voluntad, no del deseo ni de la emoción, tan voluble y cambiante con el devenir de los años y las dificultades.
Mi padre tuvo que querer a mi madre y ha elegido seguir queriéndola hasta hoy. Por suerte para todos, mi madre decidió y decide quererle también. Ambos han elegido todos los días, no el mantener un salto de fé en caída libre, sino proseguir un vuelo que durante todo el trayecto debe pilotarse entre dos, con los retos que ello conlleva.
Ese es mi punto. Ahí es a donde quería llegar. El día del Padre que celebramos en mi casa es la historia de un salto que levantó el vuelo y que se ha venido pilotando entre dos. Hoy me centro en uno de ellos, porque el día manda, pero qué duda cabe de que los triunfos de todos nosotros son mérito indiscutible de ellos dos.
Yo, a mis treinta y un años que aún a veces se me hacen ajenos, creo que querer de esa forma tan consistente, valiente y estoica es realmente difícil y que no es apta para todos. No sé si lo será para mí, pero créanme que espero que de todas las cosas que heredo de mi padre, querer como él lo hace esté incluido en el pack.
Y como la foto que da motivo a estas reflexiones tiene un inequívoco estilo "cowboy" y a mi padre le encanta el country, creo que es justo y necesario que esta entrada termine con esto:
2 comentarios:
Bueno Jr. Qué puedo decirte que tú ya no sepas.
Ha sido un día, a pesar del encierro forzado y forzoso, lleno de emociones fuertes.
Vosotros, mis hijos e hija (cómo me duelen las obviedades) habéis conseguido aflorar mis emociones, mis recuerdos...y mis grandes deficiencias en estos menesteres para los que no se nos prepara, si no es la propia dinámica de la vida.
Estoy orgulloso de todos vosotros aunque sé que no siempre lo parece; Hay cosas contra las que lucho y me cuesta corregir, aunque lo intento de veras.
Seguiré intentándolo...es lo único que puedo ofreceros y trataré de mostraros que os quiero mucho; quereros más no me es posible.
Un fuerte abrazo para ti y con él también para los otros 5 (cinco)...que quizás no entrabais en mis planes, pero que habéis dado y seguís dando sentido a mi vida.
Os quiero.
Me han saltado las lágrimas de las cosas tan bonitas que e leído. Por suerte tengo una gran familia. Espero que sea así siempre. Un abrazo.
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