El año se medía por las mañanas de Reyes en aquella casa en los que siempre era el último de la cola. Y a cada año, la cola se hacía más y más larga: el pasillo se había quedado pequeño y en los últimos años, mi lugar de espera estaba ya en la última habitación del fondo.
Recuerdo escudriñar a través de aquellos cristales amarillo botella de la puerta de doble hoja del salón para saber si los Reyes habían venido o no. Siempre venían.
El contraste, con los años, era más que evidente: cuando era pequeño las puertas se abrían y nosotros (cinco, seis o siete en aquel entonces) nos quedábamos fascinados con el despliegue de regalos y papel brillante que se desperdigaba por toda la casa. En cambio, en los últimos años en los que ya coqueteábamos con la treintena de niños (y ya no tan niños), cuando conseguía llegar al salón este era un hervidero de soñadores emocionados, papeles rotos en pedazos y paquetes abiertos. Lo maravilloso entonces era verlos y reconocerme en ellos.
Hablo del día de Reyes porque era para mi como el mejor día del año, mi forma de medir el tiempo: el día se acababa después de subir al octavo piso para un "más difícil todavía" (¿por qué los Reyes se empeñarían en dejar regalos en casas distintas?). Cuando el día terminaba, yo bajaba las escaleras y siempre, invariablemente, pensaba: "queda un año para el siguiente".
Pero como aquella casa era de visita semanal y cada comida dominical tenía su historia, cada poco hacía cuentas al bajar las escaleras y me percataba de que el siguiente día de Reyes se acercaba: seis meses; cuatro meses; dos. Uno. Como ahora.
Pero aquella casa feliz es ya un recuerdo y sus puertas no se abrirán más para nosotros. Hace ya muchos años que se marchó el abuelito, hace cada vez más que se marchó la abuelita. Y los años que pudimos robarle al reloj acordándonos de ellos en su casa fueron ese tiempo de descuento que ninguno queríamos que terminase.
Qué será ahora del estudio del abuelito, siempre suyo a pesar de su ausencia. Qué será de sus pinturas y dibujos de París, con libros viejos y aquella lupa de detective que era mi objeto favorito de la casa. Qué será de aquel sofá eléctrico que a todos nos fascinaba y en el que todos nos quisimos sentar para ver la película de después de comer. Qué será de aquel pasillo largo e inmutable. Qué será de aquél salón que nos ha visto crecer a todos.
Puede que quien comprase esa casa la haya convertido en algo irreconocible. Qué más da. Tenemos suerte porque vivimos todos aquellos años en los que nos fuimos convirtiendo en lo que somos. Todos tenemos suerte.
Y yo personalmente... sé que algún día trataré por todos los medios de que otros vivan en el mío la magia que yo sentí en aquel viejo y querido salón.
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