martes, 29 de diciembre de 2020

Un grado cada día

Siempre me ha parecido muy curioso cómo la mayoría de la gente afronta el cambio del año. Como si algo mágico fuera a pasarnos sólo porque unas campanas marcan un cambio de día distinto a todos los demás, como si fuerzas secretas se conjurasen para purgar todo lo malo que tuvo el año que sale y revertirlo el año que entra.

No hay que aplicar demasiada razón para darnos cuenta que nada cambia de un año para otro, que sólo cada persona puede decidir cambiar, cuánto y por qué. Los seres humanos tendemos a apostar por las grandes transformaciones del Año Nuevo, a creer que esta vez por fin daremos un gran cambio a nuestras vidas que hará que todo sea distinto. Este año sí. Cada vez.

Y sin embargo, no conozco mucha gente que sienta que la responsabilidad sea suya. Es como si se le cediese a las uvas la tarea de hacerlo todo mejor para nosotros. Cada año las mismas listas de interminables propósitos y objetivos que cada año queda olvidada a las pocas semanas. Siempre sobran los motivos, claro. Así somos.

Pienso que romantizamos nuestros deseos de grandes cambios y subestimamos terriblemente el poder de los pequeños cambios, de las pequeñas cosas. Patroneamos nuestras naves queriendo dar un golpe de timón que lo cambie todo, u olvidamos que un viraje casi imperceptible de un grado en el rumbo de un velero durante cada día significa un rumbo radicalmente distinto al cabo de sólo cuarenta y cinco días.

¿Mi rumbo este año que se despide? Ah, ¡qué viaje! Es curioso, porque mi trabajo consiste a veces en predecir cosas y sin embargo nunca acerté con las que me depararía cada año que entra. Me recuerdo aquí, en esta habitación, hace 365 días, estrenando esta cama, sin saber todo lo que estaba por venir. Me equivoqué en todo y a pesar de eso 2020 ha sido mucho mejor para mí de lo que dicen las redes, las noticias y sus titulares. Y no puedo estar más agradecido.

Un año intenso, vaya que sí. Un año con muy poca gente a mi alrededor, pero en su mayoría excepcional. Gente que me ha querido, me ha hecho reír y me ha enseñado. Gente que me ha dado lo mejor que tenía, lo mejor que sabía. Y a la que espero haber dado, como poco, en la misma medida.

Quizá también lloré más que nunca y sufrí más de lo que recuerdo, pero aprendí también de dónde nacen mis lágrimas y cuál es la diferencia entre el dolor y el sufrimiento. 

Siento que quizá siempre recuerde 2020 no porque fue el año de la pandemia y la mascarilla, sino porque fue el año en que dejé de vivir siempre con el piloto automático activado y empecé a hacerlo de forma más consciente. Empecé a plantearme cuestiones incómodas y realidades difíciles. Empecé a aprender a perder y a valorar, a agradecer lo que mi vida y las gentes que la pueblan me ofrecen cada día.

Se marchita el 2020 y empieza a desperezarse el 2021. Y yo me decidí ya hace tiempo a abandonarme a lo desconocido, a dar un salto de fe. No será volar, sino caer con estilo. 

Sólo me comprometo a ser fiel a lo que creo y a corregir mi rumbo un grado cada día. Y todo irá bien.











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