Me levanto temprano de una forma que mi yo de casi cualquier pasado encontraría imposible. Sin urgencia, sin despertador, tan solo porque mi cuerpo ha sentido que ha descansado lo suficiente. Si es que eso existe. Es una mañana cualquiera de un día cualquiera, sin nada especial que hacer. Nada más que los planes que yo elegí, nada más que mi agenda, esa que aún me resisto a que exista en el plano físico y que está sólo en mi cabeza.
El primero placer del día fueron esos minutos de desperezos en formas abstractas e improbables. No desayuno. Olvidé hacerlo hace tiempo y sólo encontré la necesidad de recordarlo en situaciones muy especiales. En su lugar, quitarme la férula de la boca y beber un buen trago de agua fresca es el segundo placer del día.
He llegado a volver a disfrutar de esas pequeñas rutinas. He aprendido que la cotidianidad sólo es gris y asfixiante cuando tu vida es gris y asfixiante. Pero en una mañana como esta, como las que cada vez se van sucediendo de forma más suave y agradable, me hace sentir paz. Y gratitud.
Un rato de entrenamiento, algunas gestiones ineludibles, programar el resto de la semana, mensajes de algunas personas que te hacen sonreír. Reservar una habitación de hotel, planear los próximos viajes. Y aderezar el silencio con música. Y sentir que todo está bien.
Y de pronto resuena en el piso un sonido estridente, uno que no estoy nada acostumbrado a escuchar, porque aquí nunca llama nadie. El zumbido resuena en mis oidos y mientras allá afuera se hace de nuevo el silencio, en mi interior el silencio ya no existe. Puedo sentir mi corazón acelerándose, retumbando en mi pecho como un tambor de guerra. El tiempo parece haberse detenido, pero el sonido del timbre volviendo a sonar me hace darme cuenta de que no es así. El tiempo corre, el tiempo vuela.
No hay razón para disimular un sosiego que ya no existe, pero lo intento de todas formas. Las preguntas se empiezan a amontonar en mi cabeza: ¿es posible?¿el día menos pensado tiene nombre de hoy? No puede ser. Es demasiado pronto. Pero... ¿Y si...?¿Qué hago?¿Qué digo?
De pronto me doy cuenta de que aún estoy en pijama y de que no me he afeitado. Tarde para eso. Como un rayo agarro los primeros pantalones que pillo a mano y la camisa limpia que por fortuna dejé preparada anoche. Me deshago de unas prendas y me pongo las otras mientras corro hacia el telefonillo en una destartalada danza que encajaría perfectamente en cualquier comedia absurda.
El timbre vuelve a sonar y esta vez sí llego a descolgar el telefonillo.
- ¿Quién es? - pregunto imprimiendo en mi voz más firmeza de la que siento.
- Un paquete de Amazon - responde una voz de hombre al otro lado.
Y así aprendo que a ciertas cosas nunca seré inmune. Que el equilibrio perfecto no existe, que no es para nosotros, los humanos; que sólo es el balanceo constante entre nuestras contradicciones, entre el ideal de lo que quisiéramos que fuera y lo que es. Una lección más para aprender a aceptar lo que hay, a admitir que parte de albergar esperanzas es sentir lo que pesan cuando quien llama al timbre no es quien desearías que fuera. Pero que aunque sea perturbador, aunque me saque de la placidez de lo conocido y sacuda todos mis cimientos incluso en la más tranquila mañana, es parte de estar vivo.
Recuerdo que cuando se niegan las promesas que nos nos hizo nadie, sino nosotros mismos, al oído, se está confirmando también que aún sentimos. Y que también está bien.
Pero el caso es que he abierto el dichoso paquete con una desgana que no esperaba cuando lo pedí.
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