“El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta sus velas.”
Se llamaba Carlos, y el barco sobre el que navegábamos, el Arbolada,
un 33 pies que no llegaba a los diez años. El cielo de febrero era gris
y las gotas de lluvia se mezclaban con la espuma que se formaba cuando
la proa del velero cabeceaba ligeramente entre las olas. Carlos era
quien tenía que enseñarme desde cero los secretos de la navegación a
vela. Al menos, lo más básico. Era un tipo robusto aunque no muy alto,
de piel curtida por el sol del caribe y la sal de la mar, cabello escaso
y cano y barba de tres días del mismo color. Lo que más llamaba la
atención de él eran sus ojos, de un azul intenso, que como él solía
decir, eran regalo de su madre alemana. Sus manos fuertes y ásperas
redirigían el timón cuando a mi se me escapaba ligeramente el rumbo.
Firme y suave, chaval, me decía.
Llevábamos
un par de horas navegando, y entre las nubes el sol parecía querer
asomarse. Se hacía la hora de comer, pero el puerto ya estaba cerca.
Avisamos por radio al entrar en la bocana y a los pocos minutos, toda la
tripulación de grumetes que éramos trataba de seguir las ordenes de
Carlos durante la maniobra de amarre. Cuando todo estuvo en orden, el
capitán avisó con voz firme y áspera, no por ello desagradable, que en
hora y media todo el mundo tenía que estar de vuelta en el Arbolada para
seguir con la clase de la tarde. Unos diez pares de pies saltaron hasta
el pantalán y desaparecieron en dirección al bar de la Marina. Yo me
quedé a bordo, sacando mi bocadillo de mi enorme chaqueta roja, que ya
empezaba a sobrarme: el sol empezaba a imponerse en el cielo.
- ¿Tu te quedas? -me pregunto Carlos mientras abría la mesa de cubierta y se acomodaba en la bancada de babor.-
Si, se está bien aquí -dije yo. Algo me decía que iba a aprender más
quedándome en cubierta que en la barra del bar. Y no me equivocaba.- Bien - dijo él sacando algunas cosas de su petate.
Mientras
se hacía su propio bocadillo, Carlos me contó su vida. De su brillantez
en los estudios en medicina, y de cómo se cansó de aquello. Se enroló
en un barco y empezó a navegar por el mundo, limpiando cubiertas. Hacía
mucho tiempo de aquello, cuando uno se hacía marino navegando, y no
sacándose varios estúpidos títulos. Vosotros estáis jodidos, me dijo. Yo
no me saqué ningún título hasta que no tuve otra opción, continuó.
Antes de eso, ya llevaba más de diez años cruzando una y otra vez el
Atlántico, llevando a ricachones al Caribe en viajes de ida y vuelta de
varios meses.
Carlos
hablaba con expresión neutra. Lo que yo contaría con entusiasmo, él lo
hacía con parsimonia y voz pausada y grave. Se casó y tuvo un hijo, pero
se había acostumbrado demasiado a la mar: la tierra firme no era para
él. Su mujer lo abandonó, tanto como él la había abandonado a ella cada
vez que volvía a embarcar varios meses. Él vendió su casa y compró un
pequeño velero, donde vivía ahora en el Club Náutico. No en ese pantalán
de exposición y pandereta.
"¿Te arrepientes?" Le pregunté. El chasqueó la lengua y miró al infinito. Con esa mirada cansada que tanto me fascina en algunos seres humanos. Fue el rumbo que elegí, chaval. No puedes arrepentirte de eso. Quizá hubiera preferido otro rumbo, pero este es el que tomé.
Algunos meses después, navegando en otro barco algo más al sur, un pequeño velero venía de vuelta encontrada durante mi guardia al timón. Ambos caímos a nuestro estribor respetando las normas, y cuando su banda pasaba junto a la mía, vi a Carlos sonriendo al timón, haciéndome un gesto con la mano. Yo sonreí y le devolví el saludo. Después, su estela se perdió a mi popa. Me afiancé al timón, aun sonriendo por aquel encuentro. Respiré hondo y caí quince grados a babor.
Firme y suave.
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