Siempre me ha parecido muy curioso cómo la mayoría de la gente afronta el cambio del año. Como si algo mágico fuera a pasarnos sólo porque unas campanas marcan un cambio de día distinto a todos los demás, como si fuerzas secretas se conjurasen para purgar todo lo malo que tuvo el año que sale y revertirlo el año que entra.
No hay que aplicar demasiada razón para darnos cuenta que nada cambia de un año para otro, que sólo cada persona puede decidir cambiar, cuánto y por qué. Los seres humanos tendemos a apostar por las grandes transformaciones del Año Nuevo, a creer que esta vez por fin daremos un gran cambio a nuestras vidas que hará que todo sea distinto. Este año sí. Cada vez.
Y sin embargo, no conozco mucha gente que sienta que la responsabilidad sea suya. Es como si se le cediese a las uvas la tarea de hacerlo todo mejor para nosotros. Cada año las mismas listas de interminables propósitos y objetivos que cada año queda olvidada a las pocas semanas. Siempre sobran los motivos, claro. Así somos.
Pienso que romantizamos nuestros deseos de grandes cambios y subestimamos terriblemente el poder de los pequeños cambios, de las pequeñas cosas. Patroneamos nuestras naves queriendo dar un golpe de timón que lo cambie todo, u olvidamos que un viraje casi imperceptible de un grado en el rumbo de un velero durante cada día significa un rumbo radicalmente distinto al cabo de sólo cuarenta y cinco días.
¿Mi rumbo este año que se despide? Ah, ¡qué viaje! Es curioso, porque mi trabajo consiste a veces en predecir cosas y sin embargo nunca acerté con las que me depararía cada año que entra. Me recuerdo aquí, en esta habitación, hace 365 días, estrenando esta cama, sin saber todo lo que estaba por venir. Me equivoqué en todo y a pesar de eso 2020 ha sido mucho mejor para mí de lo que dicen las redes, las noticias y sus titulares. Y no puedo estar más agradecido.
Un año intenso, vaya que sí. Un año con muy poca gente a mi alrededor, pero en su mayoría excepcional. Gente que me ha querido, me ha hecho reír y me ha enseñado. Gente que me ha dado lo mejor que tenía, lo mejor que sabía. Y a la que espero haber dado, como poco, en la misma medida.
Quizá también lloré más que nunca y sufrí más de lo que recuerdo, pero aprendí también de dónde nacen mis lágrimas y cuál es la diferencia entre el dolor y el sufrimiento.
Siento que quizá siempre recuerde 2020 no porque fue el año de la pandemia y la mascarilla, sino porque fue el año en que dejé de vivir siempre con el piloto automático activado y empecé a hacerlo de forma más consciente. Empecé a plantearme cuestiones incómodas y realidades difíciles. Empecé a aprender a perder y a valorar, a agradecer lo que mi vida y las gentes que la pueblan me ofrecen cada día.
Se marchita el 2020 y empieza a desperezarse el 2021. Y yo me decidí ya hace tiempo a abandonarme a lo desconocido, a dar un salto de fe. No será volar, sino caer con estilo.
Sólo me comprometo a ser fiel a lo que creo y a corregir mi rumbo un grado cada día. Y todo irá bien.
“El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta sus velas.”
Se llamaba Carlos, y el barco sobre el que navegábamos, el Arbolada,
un 33 pies que no llegaba a los diez años. El cielo de febrero era gris
y las gotas de lluvia se mezclaban con la espuma que se formaba cuando
la proa del velero cabeceaba ligeramente entre las olas. Carlos era
quien tenía que enseñarme desde cero los secretos de la navegación a
vela. Al menos, lo más básico. Era un tipo robusto aunque no muy alto,
de piel curtida por el sol del caribe y la sal de la mar, cabello escaso
y cano y barba de tres días del mismo color. Lo que más llamaba la
atención de él eran sus ojos, de un azul intenso, que como él solía
decir, eran regalo de su madre alemana. Sus manos fuertes y ásperas
redirigían el timón cuando a mi se me escapaba ligeramente el rumbo.
Firme y suave, chaval, me decía.
Llevábamos
un par de horas navegando, y entre las nubes el sol parecía querer
asomarse. Se hacía la hora de comer, pero el puerto ya estaba cerca.
Avisamos por radio al entrar en la bocana y a los pocos minutos, toda la
tripulación de grumetes que éramos trataba de seguir las ordenes de
Carlos durante la maniobra de amarre. Cuando todo estuvo en orden, el
capitán avisó con voz firme y áspera, no por ello desagradable, que en
hora y media todo el mundo tenía que estar de vuelta en el Arbolada para
seguir con la clase de la tarde. Unos diez pares de pies saltaron hasta
el pantalán y desaparecieron en dirección al bar de la Marina. Yo me
quedé a bordo, sacando mi bocadillo de mi enorme chaqueta roja, que ya
empezaba a sobrarme: el sol empezaba a imponerse en el cielo.
- ¿Tu te quedas? -me pregunto Carlos mientras abría la mesa de cubierta y se acomodaba en la bancada de babor.-
Si, se está bien aquí -dije yo. Algo me decía que iba a aprender más
quedándome en cubierta que en la barra del bar. Y no me equivocaba.- Bien - dijo él sacando algunas cosas de su petate.
Mientras
se hacía su propio bocadillo, Carlos me contó su vida. De su brillantez
en los estudios en medicina, y de cómo se cansó de aquello. Se enroló
en un barco y empezó a navegar por el mundo, limpiando cubiertas. Hacía
mucho tiempo de aquello, cuando uno se hacía marino navegando, y no
sacándose varios estúpidos títulos. Vosotros estáis jodidos, me dijo. Yo
no me saqué ningún título hasta que no tuve otra opción, continuó.
Antes de eso, ya llevaba más de diez años cruzando una y otra vez el
Atlántico, llevando a ricachones al Caribe en viajes de ida y vuelta de
varios meses.
Carlos
hablaba con expresión neutra. Lo que yo contaría con entusiasmo, él lo
hacía con parsimonia y voz pausada y grave. Se casó y tuvo un hijo, pero
se había acostumbrado demasiado a la mar: la tierra firme no era para
él. Su mujer lo abandonó, tanto como él la había abandonado a ella cada
vez que volvía a embarcar varios meses. Él vendió su casa y compró un
pequeño velero, donde vivía ahora en el Club Náutico. No en ese pantalán
de exposición y pandereta.
"¿Te arrepientes?" Le pregunté. El chasqueó la
lengua y miró al infinito. Con esa mirada cansada que tanto me fascina
en algunos seres humanos. Fue el rumbo que elegí, chaval. No puedes
arrepentirte de eso. Quizá hubiera preferido otro rumbo, pero este es el
que tomé.
Algunos
meses después, navegando en otro barco algo más al sur, un pequeño
velero venía de vuelta encontrada durante mi guardia al timón. Ambos
caímos a nuestro estribor respetando las normas, y cuando su banda
pasaba junto a la mía, vi a Carlos sonriendo al timón, haciéndome un
gesto con la mano. Yo sonreí y le devolví el saludo. Después, su estela
se perdió a mi popa. Me afiancé al timón, aun sonriendo por aquel
encuentro. Respiré hondo y caí quince grados a babor.
Me levanto temprano de una forma que mi yo de casi cualquier pasado encontraría imposible. Sin urgencia, sin despertador, tan solo porque mi cuerpo ha sentido que ha descansado lo suficiente. Si es que eso existe. Es una mañana cualquiera de un día cualquiera, sin nada especial que hacer. Nada más que los planes que yo elegí, nada más que mi agenda, esa que aún me resisto a que exista en el plano físico y que está sólo en mi cabeza.
El primero placer del día fueron esos minutos de desperezos en formas abstractas e improbables. No desayuno. Olvidé hacerlo hace tiempo y sólo encontré la necesidad de recordarlo en situaciones muy especiales. En su lugar, quitarme la férula de la boca y beber un buen trago de agua fresca es el segundo placer del día.
He llegado a volver a disfrutar de esas pequeñas rutinas. He aprendido que la cotidianidad sólo es gris y asfixiante cuando tu vida es gris y asfixiante. Pero en una mañana como esta, como las que cada vez se van sucediendo de forma más suave y agradable, me hace sentir paz. Y gratitud.
Un rato de entrenamiento, algunas gestiones ineludibles, programar el resto de la semana, mensajes de algunas personas que te hacen sonreír. Reservar una habitación de hotel, planear los próximos viajes. Y aderezar el silencio con música. Y sentir que todo está bien.
Y de pronto resuena en el piso un sonido estridente, uno que no estoy nada acostumbrado a escuchar, porque aquí nunca llama nadie. El zumbido resuena en mis oidos y mientras allá afuera se hace de nuevo el silencio, en mi interior el silencio ya no existe. Puedo sentir mi corazón acelerándose, retumbando en mi pecho como un tambor de guerra. El tiempo parece haberse detenido, pero el sonido del timbre volviendo a sonar me hace darme cuenta de que no es así. El tiempo corre, el tiempo vuela.
No hay razón para disimular un sosiego que ya no existe, pero lo intento de todas formas. Las preguntas se empiezan a amontonar en mi cabeza: ¿es posible?¿el día menos pensado tiene nombre de hoy? No puede ser. Es demasiado pronto. Pero... ¿Y si...?¿Qué hago?¿Qué digo?
De pronto me doy cuenta de que aún estoy en pijama y de que no me he afeitado. Tarde para eso. Como un rayo agarro los primeros pantalones que pillo a mano y la camisa limpia que por fortuna dejé preparada anoche. Me deshago de unas prendas y me pongo las otras mientras corro hacia el telefonillo en una destartalada danza que encajaría perfectamente en cualquier comedia absurda.
El timbre vuelve a sonar y esta vez sí llego a descolgar el telefonillo.
- ¿Quién es? - pregunto imprimiendo en mi voz más firmeza de la que siento. - Un paquete de Amazon - responde una voz de hombre al otro lado.
Y así aprendo que a ciertas cosas nunca seré inmune. Que el equilibrio perfecto no existe, que no es para nosotros, los humanos; que sólo es el balanceo constante entre nuestras contradicciones, entre el ideal de lo que quisiéramos que fuera y lo que es. Una lección más para aprender a aceptar lo que hay, a admitir que parte de albergar esperanzas es sentir lo que pesan cuando quien llama al timbre no es quien desearías que fuera. Pero que aunque sea perturbador, aunque me saque de la placidez de lo conocido y sacuda todos mis cimientos incluso en la más tranquila mañana, es parte de estar vivo.
Recuerdo que cuando se niegan las promesas que nos nos hizo nadie, sino nosotros mismos, al oído, se está confirmando también que aún sentimos. Y que también está bien.
Pero el caso es que he abierto el dichoso paquete con una desgana que no esperaba cuando lo pedí.
El año se medía por las mañanas de Reyes en aquella casa en los que siempre era el último de la cola. Y a cada año, la cola se hacía más y más larga: el pasillo se había quedado pequeño y en los últimos años, mi lugar de espera estaba ya en la última habitación del fondo.
Recuerdo escudriñar a través de aquellos cristales amarillo botella de la puerta de doble hoja del salón para saber si los Reyes habían venido o no. Siempre venían.
El contraste, con los años, era más que evidente: cuando era pequeño las puertas se abrían y nosotros (cinco, seis o siete en aquel entonces) nos quedábamos fascinados con el despliegue de regalos y papel brillante que se desperdigaba por toda la casa. En cambio, en los últimos años en los que ya coqueteábamos con la treintena de niños (y ya no tan niños), cuando conseguía llegar al salón este era un hervidero de soñadores emocionados, papeles rotos en pedazos y paquetes abiertos. Lo maravilloso entonces era verlos y reconocerme en ellos.
Hablo del día de Reyes porque era para mi como el mejor día del año, mi forma de medir el tiempo: el día se acababa después de subir al octavo piso para un "más difícil todavía" (¿por qué los Reyes se empeñarían en dejar regalos en casas distintas?). Cuando el día terminaba, yo bajaba las escaleras y siempre, invariablemente, pensaba: "queda un año para el siguiente".
Pero como aquella casa era de visita semanal y cada comida dominical tenía su historia, cada poco hacía cuentas al bajar las escaleras y me percataba de que el siguiente día de Reyes se acercaba: seis meses; cuatro meses; dos. Uno. Como ahora.
Pero aquella casa feliz es ya un recuerdo y sus puertas no se abrirán más para nosotros. Hace ya muchos años que se marchó el abuelito, hace cada vez más que se marchó la abuelita. Y los años que pudimos robarle al reloj acordándonos de ellos en su casa fueron ese tiempo de descuento que ninguno queríamos que terminase.
Qué será ahora del estudio del abuelito, siempre suyo a pesar de su ausencia. Qué será de sus pinturas y dibujos de París, con libros viejos y aquella lupa de detective que era mi objeto favorito de la casa. Qué será de aquel sofá eléctrico que a todos nos fascinaba y en el que todos nos quisimos sentar para ver la película de después de comer. Qué será de aquel pasillo largo e inmutable. Qué será de aquél salón que nos ha visto crecer a todos.
Puede que quien comprase esa casa la haya convertido en algo irreconocible. Qué más da. Tenemos suerte porque vivimos todos aquellos años en los que nos fuimos convirtiendo en lo que somos. Todos tenemos suerte.
Y yo personalmente... sé que algún día trataré por todos los medios de que otros vivan en el mío la magia que yo sentí en aquel viejo y querido salón.
Hay una frase que tiene su versión en muchos pueblos y culturas distintas a través de los siglos. Es curioso, como si a pesar de las muchas diferencias que el ser humano y sus civilizaciones puedan haber tenido y seguir teniendo, determinadas ideas son inmutables en su esencia. La frase reza: "donde hay una voluntad, hay un camino".
No recuerdo exactamente cuándo esa frase apareció en mi vida y la sensación es que ha estado ahí siempre. La sensación, como muchas otras, puede no ser más que la historia que me gusta contarme. Pero lo que es innegable es que creo ciegamente en esa idea: en que la voluntad abre caminos, posibilidades y mundos allá donde la desesperanza y el miedo cierran libros y terminan historias.
No creo que esta sea una idea fácil de llevar a la práctica, ni creo que sea para todo el mundo. Todavía vivo queriendo hacerme digno de ella. Y es curioso, porque recuerdo que muchas veces las personas de mi entorno más íntimo me han dicho, entre la broma y la advertencia, que soy un cabezota que no sabe cuándo hay que rendirse.
Pero no se trata de eso: no se trata de perseguir caminos y posibilidades dañinas contra toda lógica y contra toda adversidad. No hablo de empeñarse en perseguir quimeras que puedan destruir o matar el espíritu. Hablo de aprender a ver más allá, de conocerse a uno mismo, de respetarse, de saber qué es lo que quieres y trabajar en ello pese a cualquier dificultad. Hablo de saber qué caminos merecen la pena, qué historias son dignas de continuar escribiéndose. Y también de saber que cada uno solo puede responsabilizarse de su propio camino.
Yo conozco el mío y estoy comprometido a caminarlo, un trecho cada día. ¿Una confesión? Hay trechos, por muy justos y valiosos que sean, que se hacen muy difíciles. Pero también me hacen sentir que cada dificultad tiene su propósito y que para que ciertos caminos puedan entrecruzarse y enriquecerse, es necesario haber aprendido de las jornadas más duras.
" (...) Even if I have to endure two hundred years of purgatory, two hundred years without you, then that is my punishment that I have earned for my crimes. For I have lied, killed and stolen, betrayed and broken trust. But when I stand before God, I’ll have one thing to say to weigh against all the rest: Lord, ye gave me a rare woman... and God, I loved her well. (...)
El sol brillaba inusualmente cálido aquella mañana de Otoño.
Él caminaba haciendo crepitar a su paso las hojas caídas. Sentía en la piel la agradable sensación de tibieza que tanto echaba de menos en los días grises y dejó que en su cara se ensanchase una sonrisa amplia, de esas que le arrugaban la cara.
Llegó al sitio acordado y eligió una mesa que tenía el diseño de las sombras de las ramas de los árboles vecinos y los rayos de luz que se filtraban a través. Se sentó y vio que ella estaba llegando casi a la vez.
- La edad nos está haciendo puntuales -dijo ella a modo de saludo.
- ¿Crees que es cosa de la edad? -respondió él.
- La edad, la experiencia, querer dejar de sentir vergüenza por cómo te miran cada vez que tardas veinte minutos más en llegar a un sitio... es lo mismo.
Se sentaron observando la distancia de seguridad y cuando se quitaron las mascarillas, ambos descubrieron que el otro también sonreía. Pidieron refrescos: una CocaCola light ella, una Zero él.
- Iba caminando por la calle y miraba los edificios y pensaba...¿cuándo hemos dejado que pase tanto tiempo? -reflexionó ella después de su primer sorbo.
- No creo que lo hayamos dejado pasar. Me parece que es él el que ha pasado sin pedirnos permiso -repuso él.
- ¿Quién se ha creído que es? Lo que más me molesta es esa sensación de que todo sucedió ayer cuando si lo piensas, han sido casi quince años... - Quince años -repitió él despacio, como queriendo sentir el peso de las palabras- Quince años...
- Y mientras venía pensaba en todas esas cosas que me parecían un mundo entonces. Recuerdo estar llorando allí -se giró ella para señalar el lugar- desconsolada, como si el mundo ya no fuera a tener sentido nunca más. Y mira... - Sí, recuerdo cosas parecidas. Aquí, en esta misma calle... y luego la vida siguió. Y parece que sí tenía mucho sentido. Nada ha sido como lo esperaba. ¿Será que tenia falta de imaginación? - Creo que es parte del encanto de vivir: te pasas días angustiada para que todo salga como lo tienes planeado y luego nada sale como querías. Y te despiertas un día pensando que todo es mucho mejor de lo que podías haber soñado. Que la felicidad es ahora, que no necesitas nada más.
- Recuerdo haberme despertado así. No hace tanto... pero parece tan lejano ahora. Siento que el tiempo juega con nosotros: que se alarga cuando nos duele, corre cuando somos felices y de pronto nos hace sentir que la felicidad ya fue, que quedó atrás. Y entonces somos nosotros los que corremos, queriendo alcanzarla de nuevo, encontrarla, remover cada piedra buscándola... No sé, puede que parte de madurar sea darse cuenta de que siempre está delante de nuestras narices, que no hay que hacer grandes aspavientos ni recurrir a épicas búsquedas. Que la búsqueda es hacia dentro. -concluyó él golpeando su pecho con el dedo pulgar.
- ¿Sientes que ya has madurado? -preguntó ella, burlona. - Nah... no diría tanto. Pero a veces me siento mayor. Me sorprendo dándome cuenta de que hay experiencias y cosas que siempre pensaba que querría y ahora me parecen más prescindibles. O que tienen su lugar, y que es más pequeño de lo que calculaba. Me siento distinto al chaval que iba por esta calle arriba y abajo hace tantos años. - Sí, yo también me siento distinta. Todo ha cambiado. - Hay cosas que no han cambiado...
- No, no es verdad. Todo ha cambiado. Nosotros ya no somos los mismos.
Él calló entonces, mirando las hojas moverse con la brisa. Quizá era verdad, como en el Poema XX de Neruda: "nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos." Pero entonces ¿de dónde salía esa sensación de que lo esencial seguía ahí, inmutable?
-¿Sabes? Me ha venido una frase a la cabeza. De una película. -volvió a hablar él- La volví a ver... no importa. El caso es que una frase se me quedó clavada, no me había fijado antes en ella. Decía algo así como que... “El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio”.
- Tal vez -dijo ella después de unos segundos- quizá eso es lo que nos mantiene sintiendo que lo importante no ha cambiado a pesar de que todo lo demás sí lo haya hecho. - No sé si la física cuántica funciona realmente así, pero me gusta pensar que sí.
Los refrescos se habían terminado y él hizo una seña a la camarera para pedir otro. Se levantó la brisa y él se puso su cazadora de cuero para no perder esa agradable sensación de tibieza en el cuerpo.
- Ya no te pones la cazadora que te regalé -dijo ella como en un reproche divertido.
- Esa es una de las cosas que han cambiado, ¿sabes? Entonces ninguno pensábamos que llegaría a quedarme pequeña. Pero mira... - Pero la guardas. Sé que aún la guardas.
- Claro que la guardo. Algún día encontraré un buen uso para ella.
Así siguió la mañana. Los refrescos dieron paso a un paseo, las calles cambiaron y las risas y los recuerdos siguieron desfilando. Y cuando se despidieron y cuando la vio marchar, pensó en todas las cosas que siempre había dado por supuesto acerca de cómo sería su vida.
No se pueden juntar los puntos hacia adelante, sólo puede hacerse mirando hacia atrás. Las palabras dichas se convierten en polvo; las escritas perduran y a veces es peor que lo hagan, porque descubrimos que no aguantaron el paso de los meses. Y eso puede doler.
Pero con el paso del tiempo, en el transcurso del navegar, hay algo que perdura y que trasciende a los sentimientos, a las palabras dichas y a las que se callaron. Ese algo es lo que realmente importa y que merece la pena atesorar. Es algo más tangible, más ineludible y más inmutable que los juramentos que afirman poder resistir océanos de tiempo. Algo en lo que no cabe el ego, el sufrimiento, el rencor o la amargura.
Anoche miraba el cielo estrellado de Valencia. Quizá una de los efectos positivos de un toque de queda es que a partir de cierta hora ya no hay coches. Menos coches es menos contaminación, menos luces. Y eso significa más estrellas asomándose en el cielo estrellado.
A los pocos segundos pude ver con claridad la figura inconfundible para mí de Orión, el gran Cazador. Lo recuerdo ahora y pienso que lo más natural habría sido que a mi cabeza hubiera acudido la canción "Llamando a la Tierra" de M-Clan, simplemente porque nombran el cielo de Orión. Pero en ese momento en mi mente empezó a resonar otra melodía, una que llevaba años sin escuchar.
Era la música de una película de mi infancia, la historia de un cazador de dragones y un sabio dragón de voz inolvidable. Una música de orquesta, una melodía de cuerdas y vientos, de voces y tambores, entre la dulzura y la épica. Una melodía de redención.
Traté de hacer una foto de aquel momento y por un impulso sin sentido sentí la necesidad de compartirlo. Pero el recuerdo que quise crear no hacía justicia a lo que estaba pasando dentro de mi. No es eso lo que necesitaba, lo supe en seguida. No era eso lo que quería compartir. Pero lo dejé estar y sólo seguí allí un rato más, mirando a Orion y escuchando aquella música.
Hay muchas cosas que no entiendo en los últimos tiempos, muchas preguntas sin respuesta. Y empiezo a aceptar que no todas las preguntas deben tener una; o que las respuestas que ansiamos no son lo que realmente necesitamos.
En aquellos momentos de la noche sentí que al margen de lo que estoy aprendiendo de mí mismo y de lo que aún ignoro, al margen de lo que he decidido que quiero construir para mi vida, lo único que tenía era ese momento exacto, esas estrellas, esa música. Y que eso es lo único que importaba vivir: ese preciso instante, todas esas sensaciones intensas, todas esas dudas y todas esas certezas arremolinándose dentro de mi, golpeando con fuerza mi pecho, apretando mi mandíbula, deslizándose hacia afuera en un rastro casi invisible.
Anoche viví un momento lleno de belleza y de emociones que no quiero explicar. Pero de alguna manera sí quiero dejar constancia de que sucedió.
Saber algo no es lo mismo que haberlo aprendido. Puede que esa sea una de las trampas en las que más caigo en mi vida
Soy una persona que cuando duda del funcionamiento de algo, corre a buscar un manual de instrucciones. Leer sobre un problema o sobre una situación desconocida me hace sentir que empiezo a dominarlo, que ya lo entiendo. Que ya sé lo que pasa. Por eso quizá muchas veces encadeno una lectura a otra, y otra y otra, pensando inconscientemente que cuanta más información caiga en mi cerebro, mejor se me dará dominar una situación concreta.
Quizá por eso cada vez más leo sobre los temas que me inquietan; leo todo lo que puedo sobre ello, busco distintos ángulos, distintas fuentes; escribo sobre lo que aprendo, reflexiono. Y ya siento que lo he aprendido. Que esos nuevos conceptos, que esa nueva información ya están afianzados en mi cabeza. Sólo porque ya sé que están ahí, que existen.
Y no. Es verdad que el buen conocimiento no ocupa lugar y que beber de varias fuentes es deseable. Pero saber algo, entender algo nuevo de forma racional no es lo mismo que haberlo aprendido. Porque el aprendizaje es algo que se refleja en los hechos tangibles.
Aprender es llevar a la acción, que la teoría y los conceptos formen parte de la vida, del día a día, de las elecciones personales, los pensamientos y las acciones.
Saber está muy bien. Hacer algo con lo que sabes, que marque la diferencia, que sus efectos sean palpables en tu vida, es otro nivel.
Por eso hoy creo que a veces conviene dejar los libros a un lado. Y vivir.
Hace años incorporé a mi vida una frase de Oscar Wilde que decía: "Lo único capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace, es el orgullo que le proporciona hacerlas."
Yo siento ese orgullo en las estupideces que cometo. Quizá porque son muy mías, tanto que incluso podría predecir que voy a cometerlas. Ciertas estupideces, sobre todo si me sale del corazón hacerlas, me dejan un sabor dulce en la boca. Puede que haga una mueca al recordarlas algún día. "Qué corte", vendría a decir. O "qué idiota eres". Tal vez "menudo pringado". Pero me reconoceré en esas estupideces porque me conectan con mi parte más vulnerable, más inocente, más... puede que la palabra sea ingenuo. Y en los momentos que importan, aún encuentro cierto orgullo en sentirme así.
Es parte de mi esencia, y la esencia no puede cambiarse. Y parte de la mía es hacer algunas estupideces bienintencionadas; o esperar lo mejor de las personas; o emocionarme con unas notas y una historia; o escribir palabras como quien predica en el desierto; o aprender muy... muy... muy... lento.
Echo de menos hacerla reír. Ver cómo se le cierran los ojillos y se desdibuja el hoyuelo de su barbilla, escuchar esa risa tan suya. En esos momentos sabía que era ella, brillando en una carcajada.
Echo de menos verla desatarse en un escenario y cantar, poner todas esas caras tan graciosas mientras se mueve como la reina del soul, del rock, del blues, de toda la música. Echo de menos esas miradas cómplices que se le solían escapar, da igual todo lo que haya pasado entre entonces y ahora.
Echo de menos hablar con ella. Lo echo mucho de menos. Echo de menos las conversaciones que no tenían más que el aquí y el ahora, cuando podíamos decir lo que pensábamos sin reservas. Echo de menos sorprenderme en temas que nunca creí que hablaría, enredarnos horas y horas sin darnos cuenta. Echo de menos escucharla hablar de las cosas que le apasionan, planear las cosas más lejanas y bonitas, sentirla ilusionada.
Echo de menos apuntar a un huevo ridículo con armas imposibles en una pantalla de ordenador y sentir su entusiasmo al ganarme y su rabia al perder. Echo de menos jugar con ella al ajedrez y que me ponga en apuros. Pensaba que llegaría a ganarme todas las partidas.
Echo de menos que se metiese conmigo por mi poca creatividad en la cocina. Echo de menos verla queriendo enseñarme, extraño cocinar cosas nuevas con ella. Echo de menos su pasta a la boloñesa, que a veces, sin éxito, trato de recrear.
Echo de menos llevarla detrás, abrazada a mí en la moto y que me recuerde que se sabe mil veces mejor que yo las reglas de circulación. Que me recuerde que, bueno, que puedo pasarme un poquito de cincuenta en poblado pero que setenta es demasiado.
Echo de menos planear viajes de carretera y que ella ponga la música mientras yo conduzco. Echo de menos que me enseñe los temas que le emocionan, aunque a mi no me digan tanto. Echo de menos sentir ese entusiasmo suyo por hacerme partícipe de su mundo interior, aunque la canción no consiguiese llegarme. Tengo una lista de reproducción que me recuerda que esas veces eran las que menos.
Echo de menos su carilla de sorpresa si la iba a buscar de improviso o si le llevaba una barra de chocolate blanco. Echo de menos la cada vez más difícil búsqueda de Conguitos Blancos para provocar esos ojos desorbitándose y la curva de sus labios explotar en una sonrisa. Qué barato me salía.
Echo de menos ver una serie o una película con ella, apretada contra mí o en la distancia, enganchados a historias de amor a través de los siglos o a la investigación del más brillante detective. Echo de menos intentar engancharnos a una serie nueva. Echo de menos ver con ella esas sitcoms que ella pensaba que no me gustaban, pero que para mi eran más de lo que ella podía suponer. Echo de menos reírme por dentro cuando ella decía todos los diálogos de una película de Disney al ritmo de los personajes.
Echo de menos verla preocupada por cómo sería su casa perfecta, por tener claros los detalles, por asegurar las variables. ¿Dónde será?¿Cómo será?. Echo de menos no entender sus agobios por todos los detalles del futuro que no podemos controlar, echo de menos tratar de tranquilizarla. Sobre todo echo de menos cuando lo conseguía.
Echo tanto de menos sentirla feliz, escucharla llamarme "Juanmita" o cuando el único objetivo importante en el calendario era querernos. Extraño ser parte de su vida, su mano apretando la mía por debajo de la mesa y aquel extraño y precioso privilegio de poder estar en los momentos malos, sentir retumbar el corazón cuando me decía "nunca lo olvidaré". Sentir esa sensación cálida y familiar al entrar en su casa; tener un abrazo suyo después de mis actuaciones.
Echo de menos encontrarnos después de una discusión, darme cuenta, lento como yo solo, de cuándo me estaba equivocando. Es curioso, de todo eso lo único que no echo de menos es tener razón. Cuántas veces no era tan importante. Echo de menos poder pedir perdón y que ella pudiese perdonarme.
Echo de menos todo eso y tantas otras cosas que me guardo sólo para mí. Y está bien. No quiero ocultarlo, no quiero hacer como si esto no estuviese pasando. No quiero aparentar, no quiero esconder que existen estos deseos de cosas imposibles. Quisiera escribir canciones sobre estas y muchas otras cosas, pero de momento no parezco capaz más que de hilar prosas torpes, sin florituras ni metáforas. Unicamente consigo solos de palabras descarnadas. Qué pena que sea necesaria esta distancia y este silencio para darme cuenta de algunas cosas. Qué pena que haya que echar de menos. Sobre todo, quisiera no tener que echar de menos.
Así estoy, extrañando muy fuerte todo lo que fue con ella. Porque fue real y porque fui feliz. Claro que recuerdo todo lo que no echo de menos. Claro que sé que en mis manos solo estaba mi cincuenta por ciento. También sé que no la necesito para estar completo, aunque a veces sienta que no me será posible. Sé que ella tampoco me necesita a mí: que será feliz, que seguirá su camino y sonreirá y cantará. Lo sé, lo sé. Sé lo que dicen los poetas sobre el olvido y también sé lo que dicen los expertos sobre las relaciones.
Ya no está a mi alcance. No puedo desandar lo andado. La respuesta, el camino, la vida... está delante de mí. Necesito paciencia y nunca fue lo mío, pero supongo que nunca es tarde para aprender a tenerla. Mientras tanto acepto que sólo soy humano y que siento. Y me permito echar de menos. Siempre hay resignación en toda aceptación, ¿no?
Y después de un rato de añoranzas, puedo volver a sentir los pies en el suelo y recordar que hoy es hoy y que no hay nada más. El viaje sigue necesitando de mis pasos y aunque las huellas que añoro queden cada vez más lejos, las cosas que importaban siguen importando y todo lo que ella me regaló se queda conmigo. Las huellas que dejamos atrás ya no pueden volver a pisarse, pero de ellas podemos aprender a caminar mejor los pasos que tenemos por delante.
Allá adelante veo unas colinas. Veamos qué hay detrás.
También descubrí que Passenger tiene canciones nuevas y que aprenderé a cantarlas. Toqué canciones que ya no podía volver a cantar. Pude reírme y llorar en la misma película.
Volví a jugar con las cartas en las manos y me conté una historia distinta. Conocí gente nueva y volví a hablar en Inglés.
Volví a disfrutar en el escenario.
Y así son los días. Hay días muy buenos. Pocos. También hay días malos. Por suerte, también pocos. Y la mayoría son días normales. Como etapas de un viaje que no tiene más que los pasos que caminas. Sin espectaculares paisajes, sin grandes conversaciones, sin revelaciones grandiosas. Solo los pasos que damos, en silencio.
Pero qué importantes son esos pasos insignificantes sin los cuales no habría viaje.
En esta tarde de Domingo de titulares alarmantes, ya acabándose un año en que todo parece ir en contra, en que nada parece salir y en el que el destino en el que no creo parece más empeñado que nunca en darme la espalda, no puedo evitar un pensamiento que vuelve a retumbar en mi cabeza una y otra vez: tengo mucha suerte.
No se trata únicamente de que toda esta crisis sanitaria y económica de los últimos meses me haya respetado mi salud y la de los míos, o de que aún pueda hacer lo que me apasiona para ganarme la vida. No, todo esto viene de mucho antes.
Porque nací en el seno de una familia que me quería, en un rincón del mundo sin guerras ni hambrunas y en unos tiempos con unos niveles de bienestar y salud sin parangón en la historia de la humanidad. Durante mi infancia no solo no estuve solo, sino que cada vez estuve más y mejor acompañado: cinco hermanos a los que he visto crecer y convertirse en adultos sanos y felices.
Mis padres siempre han estado a mi lado, siempre me han apoyado y ayudado sin importar cuál fuera la locura que se me metiese entre ceja y ceja en cada momento de mi vida. Tuve el privilegio de poder equivocarme, mil veces mil veces, y su apoyo y su amor por mi creció de forma inversamente proporcional.
Pude disfrutar de mis abuelos muchos años y no he sufrido más pérdidas que las obliga el curso natural de la vida. Un ejercito de tios y primos ha estado tan cerca como la mayoría de personas tiene solo a sus parientes más cercanos.
Pude ir a un colegio y estudiar, siempre tuve libros a mi alrededor y tuve la suerte de ser feliz leyéndolos. Pude hacer deporte, correr, saltar, reír. Hice amigos en mis primeros años de vida que hoy todavía mantengo a mi lado. Aún puedo sentir que el tiempo con ellos vuela. Aún podemos vernos y reirnos de cuánto hemos cambiado y lo poco que cambian algunas cosas.
Siempre he tenido buena salud, nunca me ha pasado nada grave y mis experiencias en hospitales o médicos siempre han podido convertirse en esa anécdota graciosa que alguien cuenta una y otra vez cada Navidad.
He amado y me han amado. Por mi vida ha pasado gente maravillosa, he compartido un trecho del camino con personas que me han cambiado para siempre, y siempre para mejor. Y aunque los caminos se hayan separado, su tiempo y su compañía me han regalado momentos inolvidables y lecciones sobre la vida y sobre mí mismo que no podría haber conocido yo solo.
¿Y qué hay de este año? El trabajo se volatiliza, el dinero escasea, todo es incierto. El mundo parece hacerse más oscuro y parece a veces que los mejores tiempos que veremos son los que hemos dejado atrás. Mi ciudad y mi gente de siempre están lejos; la realidad se ha encargado de tirar por tierra muchos de los pájaros que gorjeaban felices en mis ilusiones más íntimas y queridas; el invierno se acerca y Madrid es más frío que nunca.
Y sin embargo Madrid cuenta también con gente que se empeña en estar ahí para mí. Gente que escucha y que me permite escucharles. Y si necesité llorar pude hacerlo acompañado, y si preferí hacerlo solo fue porque pude decidir; siempre pude hacerlo con el estómago lleno y tuve la posibilidad de que las lágrimas se mezclasen con el agua caliente de una buena ambientada por la música que me inspira. Las noches me las arropan una cama y un edredón y me las resguardan un techo y una puerta.
¿Y sabéis qué es lo mejor? No tengo que conformarme con todo esto: la vida aún me deja pedir más de lo que necesito de ella.
A veces solía fantasear con que gano la lotería. ¿Y sabéis? Hace un tiempo que he dejado de hacerlo. Veréis, la probabilidad de que te toque la Primitiva es muy remota: apenas una entre casi ciento cuarenta millones de posibilidades. Entonces, ¿cuál es la probabilidad de poder vivir treinta y dos años como los que yo he vivido? Me da igual lo cursi o manido que suene, lo cierto es que en días como hoy no puedo evitar sentir que a mi me toca la lotería todos los días.
Desde hace un tiempo siento que el precio del tiempo ha subido.
Este año fatídico me lo recuerda una y otra vez. De pronto, las aparentemente interminables horas del confinamiento son polvo y ha pasado casi ya medio año de que este terminó. Hace nada, diría que la semana pasada, cumplía treinta años con una vida completamente distinta. Los veintiséis y sus crisis me parecían cercanos ya entonces, y no me explicaba cómo podían haber pasado cuatro años así, como sin darme cuenta.
Siento que el tiempo se acaba. Se acaba para todos, claro. Pero yo lo siento cada vez más intensamente, dentro de mi. Es como si a la alegre despreocupación de la veintena, donde siempre habría otro año para hacer algo, donde siempre había momentos para posponer o donde siempre habría otra oportunidad le hubiese sustituido la certeza de que este viaje que es la vida se acerca cada vez más, en el mejor de los casos, a un ecuador.
Como todas las sensaciones e impresiones que nacen y crecen en mi cabeza, sé también que esta es una historia más que me cuento, de una forma muy personal, muy mía, quizá a veces demasiado dramática y tremendista. Y sé que no debo prestarle a mis pensamientos toda mi atención. En mi propia vida y reflejado unas líneas más arriba queda muy claro que las impresiones y los pensamientos que vienen de ellos son mutables, cambian conmigo y con el pasar de los años.
Pero lo cierto es que de pronto muchas cosas han dejado de tener importancia. Experiencias y formas de pasar el tiempo que di por supuesto que siempre me atraerían de pronto saben insípidas y vacías; compañías y gentes dejan de tener peso en mi vida y lo más importante: me aferro más que nunca a lo que sé que quiero. Y empiezo a notar que tengo menos resistencia de lo que creía a dejar ir lo que no.
Siento que estos días se ha instalado en mí una certeza, una obviedad: el tiempo es precioso y se escapa entre los dedos como agua de mar. Que vivir en el pasado es perderse el presente y empeñar así el futuro que no sabemos si llegaremos a tener. ¿Por qué preocuparme tanto entonces por las infinitas opciones que podrían o nunca podrían ser?
Sé lo que quiero hacer con mi vida. Y si todo va bien, aún tengo tiempo. Debo recordarme que no debo desperdiciarlo.
(...) - Creo que tendría un poco de miedo... - ¿Miedo de qué?
- Miedo de cometer un error.
- En el tango no hay errores, Donna. No es como en la vida. Es sencillo, eso es lo que hace que el tango sea genial: si cometes un error, si te haces un lío solo... sigue bailando."
El peso del diálogo lo lleva el Teniente Coronel Frank Slade, interpretado por Al Pacino, en la película "Esencia de mujer".
El símil me parece sugerente y precioso. Pero no es cierto: en el tango, como en cualquier otra cosa en la vida, se cometen errores. Obviamente, los errores en la vida tienden a acarrear consecuencias más graves que un traspiés o que pisarle los pies a tu pareja de baile. Los del tango, además, suelen ser fruto de la inexperiencia o del proceso de aprendizaje. En la vida el motivo por el que se cometen errores comprende un abanico mucho más amplio y complejo.
Siempre he sido propenso a centrarme en el hecho de que he cometido un error. A analizarlo, darle vueltas, pensarlo, re-pensarlo, fustigarme por ello. Curiosamente, esa actitud no solo me hace cometer más errores sino que en caso de no cometer más inmediatamente, sí me hace la vida muy amarga a veces.
Quizá por eso y porque siempre creí que es verdad eso de que los artistas mienten para contar la verdad, quiero creer que es cierto que como en el tango, tras cometer un error en la vida no queda sino seguir bailando. Engancharse al siguiente compás con pie seguro y sin dudar, sin pensar demasiado en el error que se ha cometido: aprendiendo de él, incorporándolo al acervo de la experiencia, librándonos del miedo a volver a cometerlo.
Sólo relajarse. Sentir la música. Dejar que el cuerpo aprenda con ella. Y bailar.
A menudo he escuchado que en el colegio te enseñan y que es en tu casa, en tu familia, donde te educan. No puedo estar más contento y orgulloso de la educación que recibí de mis padres, pero siempre he creído que una parte irreductible de quién soy se forjó con las historias que leí, la música que escuché y el cine que vi. Supongo que no soy el único a quien le pasa, ¿verdad?
Me apasionan las historias y más aún sus personajes inolvidables. Creo que tienen la capacidad de quedarse a vivir en algún rincón muy dentro de tu mente. Sé que Peter Pan, Simba, Aladdín, Bert y Quasimodo se colaron aquí adentro cuando yo era muy pequeño. Más adelante se mudarían a mi imaginario personal Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Edmundo Dantés, André-Louis Moreau o Diego Alatriste. Después de una década de personajes de novelas vino otra que me trajo a mis personajes de cine y series: Patrick Jane, Neal Caffrey, Harvey Specter o Rust Cohle. Son muchos, quizá un par de decenas en total, los personajes que dejaron una huella muy profunda en mi vida y cuyas virtudes he tratado de hacer mías. Es probable que sin darme cuenta heredara también de ellos una buena colección de defectos.
En 2015 se estrenó El Puente de los Espías, de Steven Spielberg. La vi tarde, fuera de la temporada de premios de ese año. Una noche, solo en mi cama de entonces. No podía imaginar cuando empecé a ver esa película que iba a significar tanto para mí. Puede que no sea una de las obras maestras de Spielberg, pero para mí es seguro una de sus obras más significativas.
Y todo por Rudolf Abel, el personaje interpretado de una forma maravillosa por Mark Rylance. Un hombre sencillo, estoico y leal; un personaje que al contrario que muchos otros de los que admiré a lo largo de mi vida no tenía capacidades especiales, ni una mente brillante, ni una actitud antiheróica y molona ante la vida: Rudolf Abel sólo era un hombre bueno.
De entre todas sus escenas, una en particular se clavó en mi mente y traspasó mi alma. No entiendo bien por qué y nunca he perdido el tiempo en buscar una explicación, pero aunque sólo habré visto la película tres o cuatro veces, esta escena en particular la he visto centenares de veces.
No exagero y tampoco miento si digo que he vuelto a esta escena en las situaciones más extrañas, atípicas y rocambolescas. En momentos intensos de soledad, dolor o pérdida he sentido que lo que necesitaba era buscar la escena en youtube y ponerme los cascos para ver la escena. Casi mágicamente, esta siempre ha actuado como una especie de catarsis balsámico. Y no me importa reconocer que casi todas las veces que he visto la escena mis ojos se han inundado y algo muy poderoso ha golpeado mi pecho por dentro.
Esta escena es una de esas cosas que no me animo a describir con palabras. Por un lado porque creo que no sabría hacerle justicia con ellas y por otro porque he aprendido que es muy difícil que otro ser humano sienta lo mismo que yo ante algo que a mi me deja subyugado. Por eso la dejo aquí, como uno más de mis mensajes en una botella, con la esperanza de quizá alguien la recoja.
Mark Rylance ganó el Oscar a mejor Actor de Reparto por su papel de Rudolf Abel y tengo la íntima certeza de que fue a raíz de su magistral interpretación en esta escena.
Nada de música, nada de ruido. Ni siquiera el sonido apagado de la calle a través de las ventanas cerradas. Puede llegar a ser atronador. ¿Qué pasa cuando callas todo a tu alrededor?¿Qué pasa cuando las distracciones habituales del día a día se han apagado?¿Qué hay cuando te quedas a solas contigo mismo?
La mayoría de las veces, el silencio es eso que tratamos de llenar con cosas. Un hueco en el tiempo y el espacio que hay quien tilda de improductivo, hay quien lo pinta de incomodidad y hay quien necesita llenarlo a cualquier precio.
Yo he hecho las tres cosas. No siempre, claro. También hay momentos en los que me he entregado a él. Lo justo para descubrir que el silencio absoluto no existe, y que cuando callas todo lo de afuera aquí adentro empieza a escucharse algo.
Es como una vocecilla que siempre habla pero que rara vez puede ser escuchada. Los planes, las cosas que deberían ser, las que hay que hacer, las distracciones, las redes sociales. La necesidad constante de estar haciendo algo, o de no pensar en nada porque es demasiado agotador. Entre esos sonidos y estridencias, la vocecilla habla bajito, paciente. No puedes acallarla, porque para empezar rara vez aceptas que está ahí, y si llegas a intuirla, decides ignorarla.
Esa voz bajita eres tú mismo. Tu instinto, tu experiencia de vida. Tu cuerpo y quizá tu alma pidiéndote que no te pierdas de vista, que te escuches, que estás aquí, ahora y que hay cosas importantes a las que no estás prestando atención. Que debajo de todas las cosas que tu cabeza o tus sentidos quieren o dicen querer, hay otras necesidades importantes.
La mía es una voz amable. Si se calla el ruido puedo escucharla. Es buena conmigo y solo intenta que yo también lo sea. Me dice que no soy perfecto y que no necesito serlo. Que a veces no hago las cosas bien. Que a veces me comporto de forma egoista, que muchas veces estoy demasiado centrado en mi ruido como para conectar con lo que está pasando ahí fuera. Y que no pasa nada, solo tengo que aprender a ser más consciente. Encontrar el equilibrio. Cada día un poco mejor.
Me dice que respire, que un paso cada vez, que los futuros en los que me desespero no existen más que en mi cabeza. Que estoy aquí, que sienta el suelo bajo mis pies, que sienta mi corazón latir y mi respiración inundarme. Que casi nada tiene tanta importancia. Que hay cosas que sí y que son cómo son, y que desesperarse porque no son como yo quisiera es una batalla perdida de antemano. Y que ya vale de batallas.
También me recuerda que el tiempo no es infinito y que nadie sabe cuánto tengo a mi disposición. Que hoy es una oportunidad y que no tiene porque ser un día bonito, ni sentirme bien todo el rato. Que la felicidad no es una persona, ni una casa en el campo ni ese premio ni esa cuenta bancaria llena de ceros. Que es una forma de ver la vida y no esos chutes de dopamina a los que soy tan sensible y vulnerable. Que es un camino lleno de valles idílicos y picos escarpados, de llanuras interminables y caminos oscuros. Y que está bien. Que no trate de aminorar en unos y acelerar en otros. Que disfrute de los trechos que me hagan feliz y aprenda todo lo que pueda de los más duros.
Y me dice que perdonar y perdonarme van de la mano. Que el amor empieza por uno mismo y que no se puede dar lo que no se tiene. Que aún queda mucho por aprender, que nunca se terminará y que no pasa nada. Que querer ser el mejor, el que más, el que menos, el que siempre o el que nunca es natural en mí. Pero que no es por ahí.
Y tras el silencio, tras la callada conversación, ahora sí.
Es una guitarra preciosa. De cuerpo rojo tipo Stratocaster con golpeador blanco. Mástil de madera oscura, proveniente de una rara madera que sólo existe en Brasil. Las pastillas son nuevas, los reguladores viejos y desiguales. Está construida por alguien que adora la misma música que yo, y es la guitarra que he soñado con tener desde que tenía catorce años.
Y ahora está aquí, en mi cama. Suave al tacto, de cuerdas nuevas, flexibles y cómodas. La tensión perfecta, el sonido brillante, clásico. Tiene dormidos cientos de riffs y solos que deberán sonar al aire en algún momento. Es el deseo que no ha caducado de un adolescente que ahora la abraza como si fuera más que la guitarra de sus sueños.
Porque lo es. Es más que el mejor regalo de cumpleaños de la historia. Es más que la guitarra más anhelada o la más bonita.
También es el recuerdo de que la música es el alimento del amor y que quizá en parte dejamos de ser porque dejamos de darle ese sustento al nuestro. La prueba de que "no hay dos sin tres" puede ser solo una frase, o también una realidad que quizá no deba ser. El recordatorio lacerante de que quisiste darlo todo por verme feliz, contra viento, marea y probabilidades. De que me quisiste lo mejor que supiste y de que intentaste hacerlo mejor.
La tendré para siempre, como me hubiera gustado que tú me tuvieras a mí cada mañana. Pero siento que me desprendería de ella si supiera a ciencia cierta que dejándo marchar a la guitarra de mis sueños tendríamos la oportunidad de reencontrarnos en el camino tu y yo; la oportunidad de querernos tan bien como se nos dio enamorarnos.
Es una tristeza difícil de explicar. No es una tristeza angustiosa, dramática. No hay lágrimas. No siento que un abismo insondable se abra ante mí, no siento que nunca vaya a volver a sentirme plenamente feliz. Puede que en los días pasados haya habido un poco de eso, pero hoy no.
La de hoy es una tristeza calmada, sin artificios. No se retroalimenta de mi lista de reproducción más lacrimógena, ni de ninguna empalagosa y angustiosa autocompasión.
No, solo estoy triste. Miro por la ventana y el brillo del sol parece gris y frío. Cualquier lugar fuera de mi habitación parece hostil. El rock de Marea que retumba en mis oídos es lo único que parece animarme a no estar bajo el edredón.
Es una tristeza consciente, resignada incluso. Una que me anima a no ocultarla ni a disfrazarla de nada más. Estoy triste y está bien. No pasa nada. No durará para siempre, aunque ahora parezca que los segundos se eternizan resistiéndose a pasar.
Hoy estoy triste y se muy bien que ese hueco que siento aquí dentro no puede llenarse con nada que venga de fuera. Lo he intentado a veces, quizá siempre. No funciona. Y he empezado a intuir que son el resto de cosas que están dentro de mí y que no son ese hueco las que encontrarán la forma, poco a poco, de llenar el vacío. A su debido tiempo.
¿Cómo puede uno estar seguro de que la realidad que habita en su cabeza, la que cree palpar con la punta de sus dedos, no está equivocada?
Supongo que es razonable que la brújula de cada uno nos haga escorar el rumbo unos cuantos grados a babor o a estribor, aquí y allá. Pero, ¿qué pasa cuando todo hace parecer que el rumbo está completamente perdido, que flotas a la deriva en un océano que ya no estar seguro de conocer?
Creo en la utilidad de vivir siempre con un cierto espacio para la duda metódica. Ponerse en duda, hacerse preguntas. Es sano dudar, mirar la brújula, preguntarte incluso si no estará desmagnetizada. Al fin y al cabo, si nuestra brújula está estropeada, ¿no nos convendría saberlo?
No vengo con estas palabras con ninguna respuesta, más bien con demasiadas preguntas. Tantas y tan inciertas que me abruman y me hacen cerrar los ojos y apretar los dientes fuerte.
Siento que la brújula ha fallado, que las cartas estaban equivocadas, que la tripulación se amotina y que el barco se hunde sin remedio.
Pero no. No nos hundimos. Flotamos. Siento el viento del Este en la cara. El viento que trae las cosas inciertas que en el fondo ya conocemos. Quizá tal vez porque nos trae las cosas que están dentro de nosotros y que vuelven una y otra vez hasta que aprendemos la lección.
Hoy no estoy seguro de todo lo que pasa por mi cabeza. No se en qué parte del rumbo me equivoqué, si mi realidad interna está completamente desajustada, si soy quién creo que soy, si soy cómo creo que soy o si es solo una figura que mi ego y mi psique han levantado para mayor autocomplacencia y menor conocimiento de lo que llamamos objetividad.
Pero cuando escucho el viento del Este hay algo aquí en el pecho que se despierta y se agita calmado. Una sensación cálida, familiar, que me hace sentir que hay cosas buenas aquí adentro. Y que quizá esas cosas buenas pueden sustituir a mi vieja y cascada brújula de los últimos tiempos.
Supongo que todos pensamos que nuestra madre es la mejor del mundo. Es natural. Pero a veces me pregunto si nuestras madres piensan también, de verdad, que sus hijos somos los mejores del mundo.
En el caso de la mía, la protagonista de estas letras, se me antoja difícil: primero porque sus hijos somos muchos y por razones de aritmética básica es imposible que seamos todos los mejores. Segundo porque yo, que me gradué casualmente en el mismo segundo que ella en esto de ser madre e hijo, soy tan consciente de mis limitaciones como hijo que cualquier exclamación del tipo "eres el mejor del mundo" siempre se me hará extraña y por qué no decirlo, alejada de la realidad.
Pero con mi madre, Matilde Rosario por obra y gracia de un abuelito con más cara que espalda, la cosa no funciona así. Hace un tiempo que vengo rumiando cómo creo que funciona esto del amor materno filial para ella, co-fundadora de una familia numerosa de seis hijos, un perro y un gato. Y os adelanto que la aritmética, la razón o la lógica no tienen nada que decir en estos esquemas.
El otro día, en un divertido ataque de mamitis, discutía de broma con mi hermana María, la pequeña del clan, diciéndole que "a mi mamá me ha querido casi doce años más que a ti", porque esa es precisamente la edad que nos separa. Ella, sin amilanarse, contraargumentaba sosteniendo que "fíjate lo que me ha tenido que querer a mí para que con doce años menos de tiempo me quiera más a mí que a ti". Durísimas declaraciones. Tocado y hundido.
Mi madre, que escuchaba este duelo casi tierno, reía bajito. Creo que porque es madre y tiene un software que a nosotros no nos entra en el disco duro: sólo ella sabe cómo funciona eso de tener seis hijos, cada uno más raro y único que el siguiente y poder quererlos a cada uno el que más. A todos. A la vez. ¿Cómo se come eso?
Es una capacidad ciertamente sobrehumana, casi mágica, pero es cierta como la esfericidad de la Tierra: mamá nos quiere como mejor lo necesitamos cada uno, conociendo cómo somos, consciente de nuestras limitaciones y nuestras teclitas. Mamá nos quiere sin medida, sin que el peso de nuestros despistes, enfados, carencias o decepciones pueda hacer mella en su forma de querernos.
Ella es exigente pero paciente, sabe ser dulce y comprensiva cuando más lo necesitamos. En su colegio tiene fama de ser una dura Jefa de Estudios, pero siempre se ablanda con nosotros. Nos consuela en las derrotas y nos anima en las victorias. Da igual que nosotros podamos decepcionar muchas veces, ella nunca nos da por perdidos. A ninguno. Y somos seis. Y los que leéis estás líneas no sabéis lo cabezotas que podemos a llegar a ser. Pero ella, que espero que también esté leyendo, sí que lo sabe. Y no le pesa.
Ella me dio la vida al cincuenta por ciento y me trajo al mundo con un amor que no entiende de porcentajes. Ella me puso en la vida muchas cosas que hoy en día considero que forman parte de mi personalidad y forma de ser: el ajedrez; la música que el mundo hoy considera moñas, las zarzuelas que por algún motivo aún puedo tararear con letra y todo; Mafalda, el amor por el mar, las pelis Disney, los disfraces e infinidad de libros; miles de historias de su vida que nosotros no hemos podido vivir pero que me conozco como si hubiera estado allí. Pero estas y tantas otras cosas son solo la parte que resulta una anécdota graciosa y tierna.
Mamá me sigue regalando todo lo que es ella, todas sus ternuras y sus asperezas, toda su ayuda y su consejo, todos sus abrazos silenciosos. Con lo fácil que sería darse por vencido con mis rarezas y mis defectos. Con la facilidad con la que se me escapa la fe en todo algunos días, mamá nunca pierde la fe en mi. Ni en mí ni en ninguno de los que van detrás. Magia.
Hoy mamá cumple sesenta años que no le pegan en absoluto. Parecen más bien cincuenta y algo. No es que el que sea una mujer guapa y elegante sea importante para todo esto, pero oiga, si lo es hay que decirlo.
Y a mí solo se me ocurre regalarle las dos cosas mejores que creo que tengo en mi haber: todo mi amor y estas palabras escritas por algunos años en internet, a la vista de todos, y en mi memoria hasta el día que me muera.
Estas letras no hacen justicia al momento, porque están sobre un papel digital y brillante, blanco e inmaculado.
Si estuvieran escritas sobre un papel de verdad, este estaría lleno de tachones, surcado de las arrugas que se hacen en un folio cuando lo haces una bola, hastiado y luego lo alisas e intentas seguir, lo vuelves a espachurrar, lo intentas de nuevo.
Si estuvieran escritas sobre un papel de verdad, el forense que le hiciera la autopsia encontraría tinta y sal.
Pero aunque este fuera un papel de verdad, las palabras escritas en él tampoco harían justicia al momento. No pueden capturar cómo se ha ido haciendo de noche en mi balcón; no pueden capturar las dimensiones del silencio, del frío o de la soledad de aquí adentro.
Para todo esto que me pasa por dentro no valen los tuits al aire, ni las publicaciones en ninguna red social, ni las letras de canciones que parece que son una casualidad. No valen los dobles sentidos, las indirectas, el tratar de aparentar algo que no es. No vale hacer como que no existe.
No vale soltar al aire la rima XLI de Bécquer, no vale lanzarse a beberse y devorar el mundo como si este se hubiera abierto de par en par ahora. No vale desgastar las palabras de un blog ni de libros que tratan de explicar qué le pasa a mi vida. No vale quedarse en la cama esperando que de alguna manera al despertar todo haya pasado y esté ahí de nuevo el sol calentando la mitad terriblemente vacía.
El caso es que nada parece valer. Ni siquiera el tiempo. Al fin y al cabo el tiempo no cambia nada, solo nos hace envejecer. Pero sin hacer algo, lo que sea, nada cambia. Muchas veces, nada cambia por mucho que lo intentes. Y supongo que ahí está el quid de la cuestión: pelearse con la realidad porque es como es y no como me gustaría que fuera.
Quería sacarlo todo a algún sitio. Algún sitio donde nadie vaya a encontrar estas palabras, estas letras, estos pesares. Pero a algún sitio en el que alguien pudiera hacerlo.
Así que supongo que estas letras son una especie de mensaje en una botella.
Hoy, según claman las redes sociales, es el día internacional del beso.
¿Os imagináis? Ahora hay un día internacional para casi todo. Me hace gracia esa especie de necesidad de otorgarle un día a cada emoción, acción o lucha humana. De alguna forma siento que cuando todos los días hay algo que ensalzar o celebrar, la celebración pierde su fuerza reivindicadora. Deja, de alguna forma, de tener sentido celebrar nada.
No sabía que había un día internacional del beso, ni pensaba que hubiera necesidad. Pero se me ocurre que en estos días en que muchos echamos en falta los besos que no podemos dar ni recibir, en que la soledad y el alejamiento físico se han convertido en un mal necesario yo puedo añorar los besos y el calor que faltan con palabras. No las mías, pero sí mis favoritas desde la adolescencia, cuando cierta obra de teatro calló en mis manos gracias al buen ojo de un venerable y sabio profesor.
Aún hoy creo que es la mejor definición que he leído nunca. Y os la dejo aquí:
Hablaba hace unas noches con una fiel feligresa del reciclaje cognitivo sobre si las personas tenemos o no la capacidad de cambiar. Ella, psicóloga de profesión y por vocación, me decía convencida que la gente no puede cambiar su esencia, el núcleo mismo de su personalidad que se configura y consolida durante la infancia y la primera juventud.
Yo siempre he querido creer que la gente puede cambiar, a pesar de que los años y la experiencia acumulasen evidencias en contra de ese íntimo deseo. A lo largo de la adolescencia y la juventud han sido muchos los momentos en los que declaré la guerra a algún aspecto de mi mismo que consideraba que debía cambiar, bien porque creía que era algo "malo" o bien porque algo de mi no me gustaba.
Y una y otra vez, levantado en armas contra esos aspectos de mi mismo, tenía la sensación de salir derrotado en cada batalla a campo abierto. Y cada vez me preguntaba para mis adentros por qué, estando tan decidido a hacerlo, me era imposible cambiar.
El paso de los años, sin embargo, me ha revelado otra realidad: mirando atrás me doy cuenta de que los últimos diez años me han cambiado en muchas cosas. El tiempo no solo ha cambiado mi rostro o mi cuerpo. Su paso también parece haber cambiado gustos, deseos, hábitos, costumbres y aspiraciones. Lo curioso es que no recuerdo haber declarado ninguna guerra contra mi mismo para que esos pequeños detalles hayan cambiado. Y lo que es más, no siento que yo, en esencia, haya dejado de ser quien soy. Mi esencia, como afirmaba mi psicóloga de las horas intempestivas, no parece haber cambiado en todos estos años.
Fue esa conversación con ella la que me hizo vislumbrar una pregunta paradójica y contraintuitiva: la gente no cambia, y sin embargo al correr de los años, todos nos descubrimos cambiados. ¿Cómo es posible que ambas cosas sean ciertas?
Y fue también en esa conversación con ella, o quizá en una de las muchas otras, que empecé a descubrir que el enfoque es clave. Que batallarte contra ti mismo es un autoengaño, una batalla condenada a perderse desde antes de empezarse; que el camino pasa por el autoconocimiento, por la aceptación y por la bondad con esas partes de nosotros mismos que no nos resultan agradables y que a veces nos hacen infelices.
Los seres humanos no cambiamos nuestra esencia a no ser que un hecho excepcionalmente fuerte (y a menudo traumático) nos cambie para siempre. La mayoría de nosotros desarrollamos durante las dos primeras décadas de nuestra vida una personalidad con unas características complejas, con sus raíces en experiencias, gustos, ejemplos y traumas que en su mayoría quedan enterrados en el inconsciente. Y la mayoría de nosotros somos movidos por esas características sin pararnos casi nunca a examinarlas, a buscar sus orígenes ni sus porqués. Aceptar que "somos así" es parte de esa realidad innegable que es que aprender sobre lo que hay dentro de nosotros requiere de un esfuerzo y una perseverancia que la mayoría de personas no estamos dispuestas a afrontar.
Por eso ahora siento que "cambiarse a uno mismo" es quizá una idea demasiado agresiva que ayuda bien poco. Es como declararte la guerra a ti mismo, como asumir que hay algo en ti que está mal, que es malo y que debes extirpar. ¿Te arrancarías el brazo izquierdo solo porque no puedes hacer con él las mismas cosas que haces con el derecho?¿Te cortarías la pierna izquierda solo porque empeñarte en usar solo esa pierna te hace sentir torpe, lento, inútil?
¿No sería más útil aceptar que tienes dos piernas?¿Dos brazos?¿Valor y miedo?¿Bondad y malicia?¿Generosidad y egoismo? ¿No sería mejor estar en paz con la totalidad que supone ser la persona que somos?
Tratar de comprender la enredada madeja de pulsiones y aversiones que habita en nuestra cabeza y aprender la mejor forma de hacer uso de ellas; aceptar que los sentimientos agradables y los desagradables son nuestro patrimonio y averiguar cómo trabajar con ellos para que nuestra vida sea cada día un poco mejor. Eso no es una guerra, no es una batalla a campo abierto contra nosotros mismos: es uno de los caminos más fascinantes y gratificantes que uno puede emprender en la vida.
No quiero cambiarme. Quiero aprender. Y aprendiendo, poco a poco, sin darme cuenta, cambiaré. Con un poco de suerte, a mejor. No poniendo mi mente en mi contra, sino a mi servicio.
Y por eso esta canción que adoro me parece un buen punto de partida: porque hacerse preguntas es el primer paso para empezar a caminar.
Friedrich Nietzsche dijo una vez que "la vida sin música sería un error".
La cita es tan rotunda, tan simple pero tan apabullante que creo que solo la música podría mejorarla.
En estos días de confinamiento, la música ocupa una parte importante de mi vida y me lleva de la mano por todas las emociones humanas: la euforia del entrenamiento con temas que parecen motivar hasta la última célula de tu cuerpo; la calma de esas piezas de piano que parecen acariciar el alma; la nostalgia de las canciones que escuchaba hace muchos, muchos años, cuando empezaba a experimentar que la música, efectivamente, era un tipo muy poderoso de magia; la melancolía de esas canciones que ya se quedaron para siempre atadas a un recuerdo; la alegría contagiosa de canciones que parecen levantar el ánimo por sí solas; la frustración de las largas horas guitarra en ristre, tratando de descifrar tablaturas endiabladas para poder tocar y cantar yo mismo mis canciones favoritas.
Digo a menudo que estamos hechos de historias, y lo creo tan cierto como que la música es la banda sonora de estas historias, cuando no parte imborrable de nuestras historias en sí misma. Y hoy quiero contarles una de esas historias que tienen a la música como protagonista. Quizá, solo quizá, la primera.
Debía yo tener unos siete años. No recuerdo bien ese detalle, pero sí recuerdo que esta pequeña historia sucedió en la que fue mi primera casa, un pequeño y acogedor piso en la calle Bélgica de Valencia, a la sombra de Mestalla.
El piso describía desde la entrada una línea recta y pasados el salón a la derecha y la cocina a la izquierda doblaba hacia la derecha en un pasillo. Y allí donde aquellas dos rectas se juntaba, había una pequeña habitación que mis padres usaban como estudio. Estaba repleto de libros que descansaban en estanterías blancas de yeso y lo remataba una mesa de madera negra que daba a la ventana. A la izquierda de esa mesa descansaba un equipo de música que contaba con lector de CD, el último grito de la época. Esta historia sucedió frente a aquél aparato.
Los detalles específicos son difusos, probablemente una invención de mi imaginación: creo recordar que era de noche, que mis padres se iban a algún sitio y que alguien había venido a cuidarnos a mis hermanos y a mí.
Pero lo que si que recuerdo con pasmosa claridad es que yo estaba sentado en la silla de estudio negra y giratoria y que unos cascos de música enormes decoraban mi cabeza. Y que desde ellos, una canción se colaba en mi cabeza, me recorría el cuerpo y me absorbía por completo.
No sé por qué recuerdo tan especialmente aquella canción. Con toda seguridad no era la primera que escuchaba, ni la primera que me gustaba. Pero ese momento es el primero que conservo en la memoria como un escalofrío difícil de describir, una corriente eléctrica recorriendo mi espalda al son de aquella melodía. La repetía una y otra vez cada vez que terminaba, porque no podía dejar de escucharla. Su tranquilo arpegio de guitarra al empezar que me evocaba un paisaje de hojas de árbol caídas pintando el suelo de ocre y marrón; los crescendos de un estribillo de cuerdas mágicas que acompañaban a una voz cálida y calmada, en ocasiones levemente trémula. Aquella vez, con aquella canción, comprendí con palpable claridad que la música puede ser una especie de poderosa magia.
Estamos hechos de historias y muchas de esas historias son meras invenciones donde solo permanece fiel aquello que sentimos al vivirlas, siendo todos los detalles que la adornan meras reconstrucciones más o menos inspiradas que aceptamos como fiel calco de lo que un día fue la realidad.
Olvidamos la mayoría de las cosas, las fechas y los cómos y porqués. Pero se quedan con nosotros, de forma muchas veces caprichosa, las emociones que sentimos sacudirnos por dentro, que se colaron dentro de nuestra vida e hicieron suyo un pequeño hueco en la memoria.
Alrededor de esa sensación, esa pequeña y poderosa chispa esencial grabada a fuego dentro de nosotros, construimos una historia.
Y esta es la mía, sobre una simple e inolvidable canción de otoño.
Cuando mi padre tenía la edad que tengo ahora, yo ya andaba por este mundo.
Esta es mi foto favorita de todas las que guardo con mi padre, una de las que más vuelvo a visitar año a año en su cumpleaños o en fechas como la de hoy. En esta foto éramos tres ya (los otros tres que van detrás deben odiarme por preferir esta foto a otras en las que ya estamos todos). Calculo que aquí mi padre debía rondar los treinta y tres, apenas dos o tres más de los que tengo yo ahora.
Este texto podría ir de enumerar y admirar las innumerables virtudes que adornan a Juanma González senior, pero lo cierto es que este 19 de Marzo, San José, día del padre que celebro en la distancia de la cuarentena, estoy sentado en la a ratos exasperante soledad de mi piso madrileño reflexionando sobre cosas que creo que van más allá.
Admiro a mi padre. Él es, a pesar de todas las diferencias de punto de vista, a pesar de todas las manías que pueda tener (y que empiezo a temer que heredaré inevitablemente con los años) el hombre al que más admiro en mi vida. Y en los últimos tiempos esa profunda admiración que le profeso ha cobrado nuevas dimensiones, nuevas perspectivas. Y quizá todo se deba, simplemente, al hecho que he subrayado al principio de estas líneas.
Perspectiva. Supongo que cuando mi padre tenía 31 años no se permitió el lujo de dedicarse a la moderna y quizá sobrevalorada idea de encontrarse a sí mismo, viajar, disfrutar de los placeres de una vida sin más preocupaciones que crecer profesionalmente y calibrar el pulso de la vida. Como si por delante hubiera una cantidad infinita de tiempo para hacer todo lo demás, para posponer las decisiones importantes que los seres humanos han estado asumiendo con naturalidad a lo largo de los siglos.
No, mi padre salió del pueblo por una carambola cósmica a los diecisiete años, llegó a Madrid a estudiar duro y con la firme promesa por parte de sus padres (a la sazón mis abuelos) de que un suspenso suponía tarjeta roja directa. Se diplomó, se licenció, cumplió con sus obligaciones militares y aún tuvo tiempo para labrarse una merecida reputación como bailongo, alma de la fiesta y killer en los tapetes de mus.
Mi padre llegó a la recta final de la veintena al mismo tiempo que se trasladó a Valencia. Allí, mediante técnicas de seducción poco ortodoxas logró, no sin persistencia, enamorar a mi madre. El resto, como suele decirse, es historia. Pero déjenme que hurgue un poquito en esta historia en concreto.
En algún momento de aquellos años mi padre, sin demasiada información para el usuario y ninguna garantía, decidió dar un salto de fe. En menos de dos años, él y mi madre me tendrían a mí. Tres años más y vendrían Kike y Jorge, y mi padre estaría desempeñando sus funciones como incansable Rocinante por los pasillos de nuestro primer hogar. Siete años después de eso (que se dice pronto) la tropa estaba completa con Carlos, Javier y María. Y les aseguro que tener seis hijos, un perro, un gato y una roomba no era algo que mi padre hubiese planificado ni deseado toda la vida. Y ni siquiera estoy mencionando a la mitad de la fauna que ha pasado por casa. No, todo eso vino después, con mi madre. Y todo porque él y mi madre quisieron, por suerte en medidas similares. Y han seguido queriendo a lo largo de los últimos treinta y dos años.
Porque querer no es difícil, al menos al principio. Todo el mundo quiere algo y supongo que hoy uno de nuestros problemas como sociedad es que confundimos "querer" con "desear". Pero para vivir y sostener determinadas vidas el deseo se queda muy corto y se hace imprescindible querer. Porque querer es un verbo de la voluntad, no del deseo ni de la emoción, tan voluble y cambiante con el devenir de los años y las dificultades.
Mi padre tuvo que querer a mi madre y ha elegido seguir queriéndola hasta hoy. Por suerte para todos, mi madre decidió y decide quererle también. Ambos han elegido todos los días, no el mantener un salto de fé en caída libre, sino proseguir un vuelo que durante todo el trayecto debe pilotarse entre dos, con los retos que ello conlleva.
Ese es mi punto. Ahí es a donde quería llegar. El día del Padre que celebramos en mi casa es la historia de un salto que levantó el vuelo y que se ha venido pilotando entre dos. Hoy me centro en uno de ellos, porque el día manda, pero qué duda cabe de que los triunfos de todos nosotros son mérito indiscutible de ellos dos.
Yo, a mis treinta y un años que aún a veces se me hacen ajenos, creo que querer de esa forma tan consistente, valiente y estoica es realmente difícil y que no es apta para todos. No sé si lo será para mí, pero créanme que espero que de todas las cosas que heredo de mi padre, querer como él lo hace esté incluido en el pack.
Y como la foto que da motivo a estas reflexiones tiene un inequívoco estilo "cowboy" y a mi padre le encanta el country, creo que es justo y necesario que esta entrada termine con esto:
El fuego crepitaba en el hogar proyectando brillos y sombras por las paredes revestidas todas de madera noble. La estancia era grande, pero con la única iluminación de las cálidas y fantasmagóricas llamas que danzaban iluminándola de forma irregular la ilusión de que esta era mucho mayor era perfecta.
Aquel lugar parecía estar detenido en el tiempo: tenía un aire señorial venido a menos y aún así exhibía su decadente riqueza en forma de interminables estanterías repletas de libros, vitrinas con objetos de lo más extraños y enormes alfombras cubriendo el suelo casi por completo. Un viejo escudo de armas y tres viejas escopetas, una debajo de la anterior, colgaban encima de la chimenea.
En medio de la habitación, simétricamente situados a sendos lados de una pequeña mesa de servicio y encarando la chimenea, se alzaba un sillón de respaldo alto y otro bajo. Sentado en el segundo, a la derecha de la escena, un hombre joven de cabello azabache se mesaba una barba escasa que arrojaba curiosos destellos rojizos. El hombre parecía absorto, con los ojos perdidos en el bailoteo de las lenguas de fuego.
- Nos vamos a la mierda -dijo una voz grave en algún lugar de la habitación. El hombre sentado salió de su ensimismamiento parpadeando varias veces, buscando con la mirada el origen de aquella voz. A su izquierda, en el extremo casi opuesto de la habitación, tras una barra de madera repleta de botellas de cristal casi vacías, un hombre alto de anchos hombros armado con un mortero se afanaba en machacar un terrón de azúcar dentro de un pomposo vaso ancho de cristal.
- No sé, Ray. ¿Sentencias?¿Propones? No me ha quedado claro -dijo el hombre sentado reincorporándose sobre su asiento- ¿te refieres al jaleo de ahí afuera?
- Dios, no. Mucho peor: nos estamos quedando sin bourbon -contestó Ray negando con la cabeza mientras machacaba otro terrón de azúcar en un segundo vaso igual al primero- ¡Sin bourbon, Nick!¿Puede ponerse peor la cosa?
Nick se rió apretando los dientes en su asiento. Una de las cosas que a Ray se le daba aún mejor que preparar un buen Old Fashioned era coquetear con las hipérboles. En realidad, Ray era un personaje de multitud de virtudes y quizá un solo defecto: era un cenizo irredento. Pero hasta ese defecto sabía convertirlo en una entrañable seña de identidad.
Su amigo siempre se le antojaba como un cowboy escapado de una valla publicitaria de Marlboro, de pelo lustroso perfectamente peinado y perilla a lo Búfalo Bill. Debajo de esa imagen de galán pasota, Ray era una enciclopedia de conocimientos y referencias que a Nick siempre le hacían preguntarse cómo era posible que un ser humano supiera todo aquello. Ray era, en definitiva, uno de los seres humanos más singulares que Nick había conocido, y a la postre, uno de los que más apreciaba.
- Viviremos, ya lo verás -repuso Nick mirando de nuevo el fuego- sobre todo tú. Tengo la teoría de que eres inmortal.
Una risa estridente y sarcástica se dejó escuchar dos veces en la habitación, seguida de dos ligeros gorgoteos. Nick adivinó que aquello debían ser los dos chorros de agua con gas de rigor sobre los terrones machacados y aderezados con unas gotas de angostura. A continuación Ray elegiría el mejor bourbon que quedase en la reserva -Bulleit, jugó a aventurar Nick- y suministraría dos generosos chorros a cada vaso. Después el hielo y por último, su frivolité favorita: una corteza de naranja, debidamente exprimida y pasada por una cerilla para darle el toque ahumado. Et voilà.
Ni bien había hecho aquél repaso mental de aquel ritual en su cabeza, Nick se giró al escuchar el característico tintineo de los hielos al chocar contra el cristal: Ray había terminado y se acercaba con el fruto de sus esfuerzos, un vaso en cada mano. Al llegar al sillón que le correspondía, le tendió uno de los dos cócteles a Nick y este lo cogió, haciendo un gesto de brindis con él.
- ¡L'chaim! -exclamó Ray. No era verdaderamente judío, pero como una vez había explicado a Nick, sentía una mezcla de admiración y respeto por ellos, como él decía, "por los eones de puteo que han sufrido" y con los que Ray se sentía identificado. Sea como fuere, se había convertido costumbre entre ellos brindar en yiddish y para Nick esa era una de esas tradiciones absurdas con las que se había encariñado.
- L'chaim -brindó Nick de vuelta. Chocaron sus vasos y bebieron. El silencio siguiente solo era prueba de lo satisfactorio de ese primer sorbo.
En eso consistía la velada, en ese curioso ritual con el bourbon como aparente protagonista al que seguían interminables referencias de cine e improbables imitaciones, en recuerdos que se empezaban a amontonar, en música y en futuros probables y alternativos. Confesiones, confidencias, consejos que se piden y que se callan. En aquellos momentos había sitio para todo tipo de temas y cada uno los exponía a su manera: Ray dominaba el lenguaje de la épica cansada de los antihéroes de cine resignados que parecía encarnar y Nick se dejaba estar en paz, fuera lo que fuera en cada ocasión, porque en el espacio entre aquellos vasos de bourbon se sentía cómodo y contento, como se siente uno en las buenas compañías que saben añejas, aunque no sean las más maduras ni las más antiguas.
Los vasos fueron aguándose con el paso de las palabras y las risas. No importaba, en realidad ninguno pensaba que aquello fuese sobre whiskey. Aquello, pensaba Nick, iba sobre poder disfrutar de una de esas amistades que la vida te pone delante de forma tardía, sin esperarlo. Sobre las extrañas y entrañables conexiones que se dan cuando dos idiotas descubren que tienen una idiotez muy parecida. Sobre disfrutar de esas pequeñas cosas que importan aún cuando no exista en realidad habitación señorial, barra, chimenea, hoguera ni alfombras. Aunque todo el escenario descrito sea solo una fantasía en la cabeza de uno de sus protagonistas, encerrado por avatares de la vida en una estancia mucho menos llamativa.
La escena, en fin, va sobre las cosas que seguirían siendo valiosas y dignas de atesorarse aunque se agotase todo el bourbon del mundo.